La Ecuacion De Mi Hogar

Capítulo 5: El Miedo del Protector

La concesionaria de vehículos era el reino de David, un lugar de motores rugientes y negocios rápidos. Sin embargo, en esos días, su mente estaba lejos de los caballos de fuerza. La quietud de Beatriz y el silencio cargado de culpa de sus padres lo habían puesto en alerta. David Salas no era un hombre de sutilezas; era un solucionador de problemas.

Una noche, incapaz de soportar más la tensión, entró al estudio donde Piero revisaba expedientes con la luz apagada.

—¿Qué demonios está pasando aquí? Manuel está quieto. Mamá apenas come. Y Beatriz… parece que está viendo un fantasma —exigió David, cerrando la puerta con fuerza.

Piero levantó la vista, derrotado. —Siéntate, David. Es hora de que sepas la verdad completa.

La confesión fue breve y brutal. Piero le mostró el mismo expediente que había destrozado el mundo de Beatriz.

La rabia de David no fue el miedo al deshonor o la mentira, sino una furiosa y posesiva protección.

—¿Un orfanato? ¿La dejaron? ¡Son unos cobardes! —Su voz resonó con indignación—. ¿Y ahora ella quiere buscarlos? ¡No! Mamá y tú hicieron todo bien. Ella es nuestra hermana, la niña que salvamos.

—Está en una búsqueda de identidad, David —explicó Piero con tristeza—. No podemos detenerla. Solo podemos esperar que el amor que le dimos sea más fuerte que la necesidad de un nombre.

David lo miró con fuego en los ojos. —Pues yo sí puedo detenerla. O al menos puedo darle la prueba de que no vale la pena buscarlos.

David empezó su propia investigación clandestina. Usó sus contactos en talleres, registros de vehículos antiguos, e incluso a un par de detectives privados con los que había tratado en recuperaciones. No estaba buscando a una madre, sino a un motivo para despreciar a esa madre. Quería encontrar un pasado turbio, una historia de abandono cruel que forzara a Beatriz a volver a la seguridad del regazo Salas. Su amor era ciego y protector, convencido de que la verdad que él encontrara sería la única aceptable.

Mientras David operaba en la sombra, la fragilidad se manifestaba en el más pequeño. Manuel había dejado de meterse en líos en la escuela. En su lugar, rondaba a Beatriz, viéndola teclear en su laptop con una expresión distante, la misma que ponían los perros de la calle cuando esperaban a que los adoptaran.

Un domingo por la tarde, David había salido y los padres estaban en el hospital y el bufete. Manuel encontró a Beatriz en el jardín, con la carpeta de adopción en su regazo.

—¿Beatriz? —preguntó, su voz apenas audible. Se sentó a su lado y, por primera vez, no le hizo una broma ni le pidió ayuda con la tarea.

—¿Sí, Manuel? —Beatriz intentó sonreír, pero la expresión no llegó a sus ojos.

Manuel mordió su labio, mirando el césped. —Dicen… dicen que quieres buscar a tus otros papás.

—Quiero entender, Manu. Solo eso —respondió ella, suavizando la verdad.

—¿Y si los encuentras? —La pregunta del niño salió con una vulnerabilidad brutal—. ¿Te vas a ir con ellos? ¿Nos vas a dejar?

El corazón de Beatriz se encogió. El terror infantil en el rostro de Manuel era más devastador que la decepción en el rostro de sus padres. Sus problemas no eran solo suyos; estaban destrozando la paz de la persona más inocente de la casa.

—No, Manuel. Nunca. Jamás me iría de aquí —le aseguró, abrazándolo con fuerza. Él se aferró a ella con la desesperación de un náufrago.

—Es que si tú te vas, ¿quién me ayuda con las ecuaciones? Y si te vas, ¿quién me va a creer cuando diga que la vecina tiene un perro gigante?

Era la simplicidad de la conexión. La vida que habían construido.

Ese encuentro con Manuel golpeó a Beatriz con la realidad de las consecuencias de su búsqueda. No solo estaba buscando su identidad; estaba poniendo en riesgo el hogar de las personas que más la amaban. La incondicionalidad de David y el miedo de Manuel se convirtieron en un ancla pesada que la obligaba a moverse con extrema cautela. Su búsqueda tenía que ser rápida y discreta. Tenía que encontrar la "incógnita" y volver antes de que el daño fuera irreparable.




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