La Ecuacion De Mi Hogar

Capítulo 8: Ética Rota y Miedo Materno

La oficina de Piero Salas, con sus paneles de madera oscura y vistas imponentes de la ciudad, solía ser el refugio de su inquebrantable lógica. Ahora, era el escenario de su conflicto moral. Estaba discutiendo un caso de fraude con Elías Montero, su socio principal.

—Piero, no se trata de la ética, se trata de ganar —argumentó Elías, con su habitual cinismo bien vestido—. El cliente mintió en la declaración de impuestos. Es un hecho. Pero la ley nos permite refutar la intención. La verdad es moldeable.

Piero se reclinó en su silla, sintiendo el sudor frío del dilema.

—La verdad no es moldeable, Elías. Es el principio sobre el que se construye la confianza. Si sacrificamos eso, ¿qué nos queda?

—Nos queda la victoria y una cuenta bancaria sustanciosa —Elías sonrió, golpeando el expediente—. Te lo digo, colega. La gente miente por miedo, por amor, por supervivencia. Es más fácil mentir que enfrentar la consecuencia de la verdad. ¿O tú nunca has tenido un secreto que proteger?

El comentario, casual y cruel, golpeó a Piero como un puñetazo. Recordó la mirada de Beatriz, despojada de inocencia, preguntándole si su vida entera era una mentira. Su propia ética profesional se sentía fracturada por la grieta de su vida personal. Él había mentido. Había elegido el miedo, la supervivencia emocional de su familia, sobre la verdad. ¿Y qué había ganado? Elías tenía razón: la mentira había fallado.

Mientras Piero luchaba con su conciencia en el bufete, Daniela vivía su propia batalla en el Hospital Pediátrico. Su mente estaba fija en la imagen de Beatriz, sola y herida, y la distracción se tradujo en un error que, aunque menor, alarmó a su amiga.

—Doctora Salas, la dosificación de Javier es… un poco alta —le indicó una enfermera con cautela.

Daniela sintió un vuelco en el estómago. El pequeño Javier, un paciente crónico, era una figura de absoluta dependencia. Ella, la pediatra con carácter de hierro, estaba fallando.

La Dra. Elena Gómez, su colega y amiga, la encontró en la sala de descanso. Elena, de voz suave y mirada empática, la miró con preocupación.

—Daniela, ¿qué está pasando? Estás al límite. Un error con Javier… no es propio de ti.

El control de Daniela se rompió. No podía hablar de la adopción con nadie, pero podía hablar del miedo.

—Tengo miedo, Elena. Un miedo paralizante. El miedo de que… de que una vida entera que hemos dedicado a construir se venga abajo. Que mi hija… que mi hija elija irse.

Elena, que había visto innumerables dramas familiares, se sentó frente a ella.

—Mira, Daniela. El ser humano es complejo, pero el amor de una madre no lo es. ¿Tú la cuidaste cuando tuvo varicela? ¿Estuviste despierta a las tres de la mañana por sus pesadillas? ¿Le enseñaste a diferenciar entre lo correcto y lo incorrecto?

Daniela asintió, su voz tensa. —Claro que sí. Todo.

—Entonces no temas al papel. No temas a la sangre. La conexión no está en la biología, Daniela, está en los años de desvelo y en la crianza. Si ella busca, es porque su mente lo necesita, no porque su corazón te haya abandonado. Si tu hogar es un lugar seguro, ella regresará. Pero tienes que ser la roca, no la víctima.

El consejo de Elena era un bálsamo y un desafío. Daniela tenía que recuperar a la fuerte Dra. de Salas , para ser nuevamente la madre fuerte.

Esa noche, Piero y Daniela se encontraron en casa, después de que David se fuera a su departamento y Manuel se durmiera. Se abrazaron en el silencio de la cocina, dos almas agotadas.

—Elías me llamó hipócrita hoy, sin saberlo —susurró Piero, apoyando su frente en el hombro de su esposa—. Mantuve la mentira para proteger nuestro amor, pero esa mentira es lo que nos está separando y destruyendo.

—Y a mí, mi miedo me hizo casi cometer un error con un niño indefenso —admitió Daniela—. Elena me recordó que nuestro amor se prueba en los hechos, no en los genes.

—Solo queda esperar y amar, Daniela —dijo Piero, besando su frente—. Y rezar para que nuestra hija se dé cuenta de que lo que buscamos en el mundo, a menudo está esperando por nosotros en casa.

El silencio de la noche era su único testigo. Sabían que el destino de su familia estaba en manos de Beatriz y su incipiente búsqueda, y que lo único que podían hacer era mantener el faro encendido para su regreso.




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