El trayecto en el autobús hacia el centro antiguo se sentía como un viaje al pasado. Beatriz y Santiago se sentaron juntos, el codo de él rozando el suyo con cada giro brusco. Había una tensión palpable, no de incomodidad, sino de la intimidad de una misión secreta. La ciudad pasaba a toda velocidad por la ventana, pero el mundo de Beatriz se había reducido a ese asiento y al muchacho que la ayudaba a sostener el mapa.
—¿Crees que ella recordará algo? —preguntó Beatriz, su voz apenas audible por el ruido del motor.
Santiago la miró, su expresión tranquila como siempre. —La Sra. Consuelo fue matrona allí durante décadas. Si alguien tiene memoria de las almas que pasaron por ese lugar, es ella. Pero recuerda lo que dijo tu profesora: estamos buscando una variable, no destruyendo el conjunto —le recordó, citando la lógica de la Sra. Vega.
Llegaron a un edificio antiguo en la diócesis, que albergaba una oficina de servicios sociales polvorienta. La Sra. Consuelo, una mujer de rostro bondadoso marcado por el tiempo, estaba detrás de un escritorio cubierto de carpetas amarillentas. La escena evocaba un archivo de historias olvidadas.
Beatriz se presentó, y su mano temblaba mientras le mostraba la fotocopia del expediente.
—Necesito información sobre una niña entregada voluntariamente hace diecisiete años, a finales de noviembre —dijo Beatriz, intentando sonar profesional, no desesperada.
La Sra. Consuelo se puso unas gafas sobre la nariz y estudió el papel. Se levantó y fue a buscar en un archivador oxidado, arrastrando los pies.
—Una época triste, esa. Recuerdo el protocolo, aunque no los nombres de memoria. En esos años, venían muchas chicas, muy jóvenes, casi niñas, asustadas. —Hizo una pausa, y la calidez de su mirada se posó en Beatriz—. No eran personas crueles, hija. Eran personas aterrorizadas por un futuro que no podían darte. No querían matricularte en la pobreza o en la inestabilidad. Querían que tuvieras una vida mejor.
El matiz fue devastador. Beatriz siempre había imaginado el abandono como un acto de maldad o egoísmo. La idea de que fue entregada por miedo y un intento torpe de amor desarmó la rabia que había estado cultivando. Su madre biológica no era un monstruo. Era una persona asustada.
—¿Y los registros? ¿Los nombres de los padres? —preguntó Santiago, notando el silencio emocional de Beatriz.
—Ahí está el problema —dijo la matrona, suspirando—. Al cerrar el orfanato, los registros más sensibles y los nombres de los que pidieron anonimato estricto se movieron a un archivo central. Y luego, por ley, muchos de esos nombres quedaron encriptados. Lo que tienes aquí es el último archivo físico legible: la fecha y el lugar de la entrega. El resto… se esfumó en el laberinto de la burocracia. No creo que consigas mucho más.
La decepción por la pista muerta fue mitigada por el regalo emocional de la Sra. Consuelo. Le había dado a Beatriz el primer motivo para no odiar su origen.
Al salir de la oficina, la luz de la calle golpeó el rostro de Beatriz, y ella respiró hondo.
—No hay más nombres. La búsqueda biológica está casi muerta —constató.
—Pero encontraste algo más —le dijo Santiago, su voz tranquila y firme—. Encontraste un contexto. No te abandonaron por desprecio; te entregaron por pánico.
Beatriz se giró hacia él, sus ojos brillando con lágrimas contenidas, pero también con una nueva comprensión. El esfuerzo, la frustración, la tensión del viaje... todo se canalizó en un solo gesto. Ella, impulsivamente, tomó la mano de Santiago y la apretó.
—Gracias, Santiago. No sé qué habría hecho sola.
Él no se inmutó por el contacto, sino que le devolvió la presión con una ternura inesperada. —Lo hicimos. Somos un buen equipo, Beatriz. ¿Qué tal un café para celebrar esta pequeña victoria?
Mientras se alejaban, Beatriz sintió una dualidad: el vacío de no encontrar la respuesta definitiva y la plenitud de la complicidad que había nacido entre ella y Santiago. Se dio cuenta de que, en su búsqueda de un amor perdido, estaba encontrando un amor nuevo y vital que la ayudaba a reconstruir su propio valor. El camino seguía sin estar claro, pero por primera vez, no estaba caminando sola