La verdad de la Sra. Consuelo había sido un arma de doble filo: mitigó la rabia por el abandono, pero confirmó el callejón sin salida burocrático. Con los registros oficiales inútiles, la frustración se instaló en Beatriz. Necesitaba un atajo, una forma de saltarse las reglas para encontrar la respuesta que su vida de rectitud nunca le había enseñado a buscar.
—Ya no hay dónde mirar, Santiago —murmuró Beatriz, inclinada sobre la laptop en su habitación (aprovechando una ausencia nocturna de sus padres)—. La Sra. Consuelo tenía razón. Los nombres se esfumaron. Es como si mi historia biológica fuera un archivo corrupto.
Santiago, siempre el más pragmático, tecleó rápidamente. —No en todos los sitios. Si los registros se movieron y se perdieron, puede que alguien, en ese proceso, hiciera una copia. Y la gente que hackea información sensible, siempre deja un rastro en los foros.
Pronto, Santiago encontró lo que buscaba en las profundidades de la web: un foro cifrado y lleno de advertencias, donde se rumoreaba que un intermediario, conocido simplemente como "Víctor", cobraba por acceder a bases de datos de adopciones antiguas y anónimas.
—Esto es peligroso, Beatriz. No es ético, y huele a estafa —advirtió Santiago.
—No me importa. Necesito un nombre, Santiago. Necesito esa variable para resolver la ecuación. Mi padre es abogado, y me enseñó que a veces, la ley se equivoca. Yo estoy buscando la justicia emocional —dijo ella, con una determinación que ocultaba su miedo.
Acordaron encontrarse con Víctor en un café anónimo, a varias estaciones de metros de distancia. Santiago insistió en ir, su rostro serio. Su papel de amigo silencioso se había transformado en el de guardaespaldas reacio.
Víctor llegó: un joven de veinticinco años, desaliñado, con ojos rápidos y una sonrisa oportunista. No inspiraba confianza.
—¿Sois los que buscáis "la verdad de la sangre"? —preguntó, sin preámbulos, sorbiendo un café aguado.
—Sí —dijo Beatriz, intentando sonar segura.
Víctor se rió, un sonido áspero. —Aquí todos buscan eso. Es un buen negocio. Lo que buscáis no está en una biblioteca, niña. Está en mis archivos. Por cinco mil dólares, puedo conseguirte un nombre. Un nombre real, con el que puedas confrontar tu destino.
La cifra era exorbitante para sus ahorros. Pero la palabra "confrontar" la paralizó. Cinco mil dólares por el fin de la incertidumbre. Su mano se dirigió a su mochila, donde guardaba la tarjeta de débito con sus ahorros de tutorías.
—¿Y cómo sé que no es una estafa? —inquirió Santiago, rompiendo su silencio con una voz inesperadamente cortante.
Víctor se encogió de hombros con desprecio. —No lo sabes. Tienes que confiar en mi palabra. Pero pregúntate, ¿cuánto vale tu verdad? ¿Cuánto vale saber por qué fuiste dejada?
Beatriz dudó. El aire frío del exterior se filtraba, y de repente, sintió una intensa vulnerabilidad. Este hombre no veía su dolor, solo su cartera.
—No necesitamos pagarle —dijo Santiago, levantándose de golpe, su cuerpo alto proyectando una sombra sobre Víctor—. Si usted tiene acceso a esos archivos, lo hace ilegalmente. Un abogado con contactos puede desmantelar su red en horas. Le agradecemos su tiempo, pero no negociaremos con secretos robados.
Arrastró a Beatriz fuera del café antes de que Víctor pudiera protestar.
Afuera, bajo el frío de la noche, Beatriz temblaba. Se sintió expuesta, humillada. —Casi le doy el dinero, Santiago. Estaba tan desesperada...
—Lo sé —dijo él, envolviéndole el hombro en un abrazo, protector—. Por eso vine. Este mundo es feo, Beatriz. Y tu búsqueda es noble, pero te está llevando a lugares que están fuera de la protección de tu familia. Tienes que ser más lista que el miedo.
El encuentro con Víctor fue un choque de realidad. En su hogar, la ley de Piero y la ética de Daniela eran una barrera invisible contra la crueldad. Aquí, estaba sola, y su ingenuidad era una debilidad. La búsqueda de sus padres biológicos la estaba volviendo vulnerable y estaba arriesgando el dinero que había ganado honradamente.
Al regresar a casa, Beatriz sintió una renovada gratitud por las luces encendidas y el olor a limpio. Su vida, aunque basada en un secreto, era una vida de seguridad y moralidad. El mundo que buscaba, el mundo que la había abandonado, era un lugar frío y oportunista.
—Gracias, Santiago. Me salvaste —susurró ella, su voz llena de un significado que iba más allá del dinero.
Santiago solo asintió, su silencio volviéndose un lenguaje de apoyo incondicional. La complicidad se había profundizado. La búsqueda de los orígenes se detenía, pero en el fondo de sus corazones, se estaba despertando aquella chispa de complicidad, que tal vez …. , quien sabe acababa de tomar un giro serio.