Capítulo 12: El Muro Materno

La casa Salas se había convertido en un campo minado, y el detonante más sensible era la Dra. Daniela de Salas. Desde que Beatriz había pausado la búsqueda y regresado a la rutina, la tensión entre madre e hija era palpable. Daniela, en lugar de suavizar el trato, había optado por una rigidez defensiva, levantando un muro de control sobre los horarios y las tareas de Beatriz. Su miedo al rechazo la había convertido en una figura dura, temiendo que cualquier muestra de vulnerabilidad sería utilizada para justificar la partida de su hija.

La explosión ocurrió un martes por la noche, en la cocina. Beatriz había olvidado enviar una solicitud menor del colegio, y Daniela la confrontó con una dureza innecesaria.

—Beatriz, ¿es que ya no te importa nada? ¿Tu beca? ¿Tu futuro? —espetó Daniela, sus ojos lanzando fuego. No era rabia por la tarea, era dolor disfrazado de frustración.

—¡Claro que me importa! ¡Estoy más estresada que nunca! —respondió Beatriz, sintiéndose asfixiada por el control—. No he dejado de estudiar. ¡He pausado una búsqueda que ustedes me obligaron a iniciar!

—¡No fuiste obligada! —Daniela alzó la voz, una nota aguda de histeria en su voz—. Te dimos la verdad. ¿Y tú qué haces? Te escapas con amigos a buscar charlatanes en la calle y a remover el pasado. ¡Eso es un juicio a nuestra vida! ¡Es un juicio a mi amor, Beatriz!

La acusación fue tan directa que Beatriz sintió una puñalada.

—¡No es un juicio, mamá! —gritó Beatriz, y sus lágrimas, que no había permitido caer desde el descubrimiento, finalmente se desbordaron—. Es una necesidad que ustedes me robaron. No estoy buscando a mejores padres. ¡Estoy buscando la verdad que la persona a la que amo y respeto me mintió por miedo! Y ahora me castigas con control porque no confías en mi amor.

El grito de Beatriz rompió algo en Daniela. El muro de acero que había levantado para protegerse se resquebrajó. Su rostro se descompuso en una expresión de terror puro.

—¿Y qué esperas que haga? —su voz se quebró, y sonó como la de una niña asustada—. ¿Qué pasa si encuentras a la otra, Beatriz? ¿Y si ella te ofrece un lazo de sangre que yo, con todo mi desvelo, con todo mi amor, no puedo darte? ¡Tengo miedo de que elijas la biología sobre mí!

Era la verdad desnuda que había compartido con Elena Gómez: el terror al abandono.

Beatriz se acercó a ella, el dolor en su rostro reflejando el de su madre. —Mamá, escúchame. ¿Crees que diecisiete años de cuidado, de ética, de sacrificio, pueden ser borrados por un nombre en un papel? Mi amor por ti no se discute. Pero mi confianza se rompió cuando me enteré del secreto.

—Necesitaba ser la roca, no la víctima —murmuró Daniela, recordando las palabras de Elena—. Tenía que ser la fuerte.

—Tú eres la fuerte —aseguró Beatriz—. Pero mi amor es incondicional, mamá. Es un valor que yo misma elegí. Yo te elijo. Pero tienes que creer que mi elección es firme, incluso si un día decido saber la verdad de mi origen.

Daniela sintió el peso de su orgullo disolverse. Se dio cuenta de que su hija no se estaba yendo; solo estaba luchando por su derecho a saber. Y que, a pesar de todo, la estaba eligiendo.

Con un sollozo profundo, Daniela abrió los brazos. Beatriz se lanzó contra ella, y el abrazo fue un torrente de dolor compartido, de miedo liberado y de amor reafirmado. No fue una reconciliación total e inmediata, pero fue un punto de inflexión. Habían hablado desde el corazón, aclarado sus sentimientos y expuesto sus miedos. El amor estaba a salvo.

Cuando Piero entró en la cocina y vio a sus dos mujeres abrazadas en medio de las lágrimas, supo que el secreto había roto la familia, pero que el amor de ellas, el lazo de madre e hija, había comenzado a reconstruirla con una base más honesta.

Beatriz salió de la cocina sintiéndose extrañamente ligera. El muro se había caído. Ahora solo le quedaba el último obstáculo de su búsqueda: la confrontación con su origen, aunque fuera solo para confirmar que su hogar era, incuestionablemente, donde estaba.