Un año había pasado desde que Beatriz Salas tomó la decisión más importante de su vida: elegir su hogar. El tiempo había borrado el dolor del secreto, dejando solo una cicatriz que recordaba la fortaleza de la familia.
Beatriz estaba sentada en su escritorio, ya no resolviendo matrices de cálculo avanzado, sino estudiando la carrera de Ingeniería Financiera en la universidad a la que había entrado con honores, asegurando la beca que una vez fue el detonante de todo.
Su vida se había estabilizado. Su relación con Santiago era un refugio tranquilo, un amor maduro que se había cimentado en la honestidad y el respeto mutuo. Él seguía siendo su ancla, pero ahora era un compañero de vida.
Una tarde, mientras organizaba sus documentos universitarios, la encontró. La carpeta de adopción. No había querido deshacerse de ella; era parte de su historia, pero la había relegado a un rincón, fuera de la vista.
Esta vez, la abrió sin miedo ni rabia. Vio las palabras, Entrega Voluntaria, Orfanato Nuestra Señora del Amparo. Y sintió una profunda gratitud hacia esos jóvenes asustados que, en su pánico, le habían dado la oportunidad de una vida mejor. Su pasado biológico ya no era una herida, sino una anécdota.
Beatriz tomó un bolígrafo y, con pulso firme, escribió en la última página del expediente:
«La variable "X" está resuelta. X = 0. El valor de mi origen es nulo para el resultado de mi vida. La ecuación es: F=Ac, donde F (Familia) es igual a Ac (Amor por Elección).»
Cerró la carpeta. No la quemó ni la tiró. La colocó en un archivo seguro, no como un secreto, sino como la primera página de su propia biografía. La niña que había sido abandonada por miedo había sido recogida por amor y ahora, elegida por su propia voluntad.
En ese momento, David irrumpió en la habitación, sin llamar, con su energía habitual.
—¡Mi matemática favorita! Tenemos que irnos. Mamá ya preparó la mesa y te esperan para el pastel. Santiago está abajo. Y Manuel se atrevió a cambiar la programación del televisor, ¡tienes que ayudarme a castigarlo!
Beatriz se rio. La dinámica seguía igual, solo que ahora todo se sentía más real.
Bajó las escaleras. Allí estaban todos: Piero y Daniela, sentados en el sofá con una serenidad que solo la honestidad puede dar; David, ruidoso y protector; y Manuel, intentando escapar de la mirada de su hermano mayor. Santiago, el observador tranquilo, sonrió desde la puerta.
Se sentó a la mesa, en su lugar de siempre. Miró a su familia, su hogar. Ya no se sentía como una construcción; se sentía como una elección diaria, consciente y perfecta.
Piero levantó su copa. —Un brindis. Por el futuro de Beatriz, y por la fuerza inquebrantable de la familia Salas.
Beatriz levantó su copa, y al hacerlo, selló la moraleja que había aprendido en su búsqueda.
—Por nosotros. Y porque el amor es un verbo. Es elegir, es permanecer, es perdonar. Y yo elijo esto.