A lo lejos, en el Reino de Terca, el eco de la voz del Rey Stefan resonaba en los vastos pasillos del salón real. La familia arrodillada frente a él temblaba, mientras las palabras amenazantes del monarca caían sobre ellos como una tormenta implacable.
El General Maximiliano avanzó con paso firme, aunque cada fibra de su ser le gritaba que no era prudente enfrentarse al rey.
Después de lo que había sucedido con la Reina Elizabeth, su confianza en Stefan era un terreno incierto, frágil como cristal. Sin embargo, su lealtad, aunque desgastada, aún lo ataba al trono.
-Majestad, permitidme sugerir-comenzó Maximiliano, inclinando la cabeza levemente, en un tono tan mesurado como su agitación interna le permitía.
Stefan giró hacia él con una mirada que podía atravesar el acero. -¿Tú también dudas de mis decisiones, General? ¿Acaso no soy tu rey?
Maximiliano contuvo el aire. Las palabras que pesaban en su mente se agolpaban en la punta de su lengua. No podía olvidar lo que el Rey Henry había hecho, mantener a la reina en su reino como si fuera un trofeo. La pasividad de Stefan en recuperar a Elizabeth era una traición en sí misma. Pero entonces, Stefan mencionó un nombre que le heló la sangre.
-Eleonor-escupió con veneno el rey, sus ojos brillando con una oscura determinación.
El corazón de Maximiliano se detuvo por un instante. Eleonor. Sabía lo que ese nombre significaba para la Reina Elizabeth. Y peor aún, sabía que cualquier plan que Stefan tramase con ese nombre implicaba consecuencias inimaginables.
La madre de Eleonor giró bruscamente al escuchar aquel nombre salir de los labios del rey. Su rostro, marcado por el miedo, reflejaba una angustia incontrolable. Con toda la fuerza que le quedaba, atrajo a sus pequeños hijos hacia sí, envolviéndolos en un escudo materno desesperado, como si su abrazo pudiera protegerlos de la tormenta que se avecinaba.
Se irguió ligeramente, con el mentón temblando de emoción contenida. Su voz, aunque teñida de miedo, no carecía de una valentía desesperada.
-Mi Rey... -logró decir, su mirada apenas alzada, suficiente para enfrentarlo sin cruzar la línea de la insolencia-. Mi hija, Eleonor, siempre ha servido a la Reina Elizabeth, incluso antes de que ascendiera al trono. Ella... ella es inocente de cualquier acusación que se le otorgue.
El golpe del bastón sobre el escritorio resonó como un trueno, sacudiendo el aire en el salón. Stefan, con la mandíbula tensa y los ojos ardiendo de impaciencia, se dejó caer pesadamente en su silla.
Inspiró profundamente, aunque su ira lo hacía parecer un volcán al borde de la erupción, mientras agitaba el bastón en un gesto que parecía querer partir el aire mismo.
-¿Quién fue el quien llamo a tu hija? -exclamó, su voz cargada de furia contenida-. ¿Por qué no está aquí cuando ordené que trajeran a toda tu familia?
La madre de Eleonor, con el rostro aún marcado por el miedo, permaneció en silencio. Su mirada bajó al suelo, como si pudiera encontrar en las grietas del mármol el valor que su corazón parecía haberle robado.
Los minutos se alargaron, convirtiéndose en un silencio.
Finalmente, tomando una bocanada de aire, la mujer alzó la vista, con una determinación que parecía surgir de la desesperación misma. Sus labios temblaron antes de pronunciar las palabras que cambiarían el curso de la tensión.
—El Rey Henry... envió a su General por ella —susurró, aunque cada palabra se sentía como una daga en la sala.
El rostro de Stefan se endureció aún más, y por un breve instante, el bastón en su mano dejó de moverse, congelado en un gesto que prometía tormenta.
...
Elizabeth corrió por los pasillos del castillo, sus pasos resonando como latidos ansiosos. Su vestido real ondeaba detrás de ella, un recordatorio de la formalidad que debería mantener, pero en ese instante no era una Reina, era solo una mujer que ansiaba reencontrarse con alguien que había sido fundamental en su vida.
Al verla, Eleonor apenas pudo reaccionar antes de ser envuelta en un abrazo que parecía querer restaurar todos los años perdidos. Elizabeth la sostuvo con tanta fuerza que por un momento se olvidó del peso de la corona y de todo lo que implicaba su posición.
Lágrimas brotaron de sus ojos y se dejaron caer en los hombros de Eleonor, como si fueran la confesión de todo el dolor y soledad que había soportado.
A unos pasos detrás de ellas, el Rey Henry observaba en silencio. Su semblante frío y reservado era casi impenetrable, pero por dentro, una calidez incómoda se agitaba en su pecho. La culpa por lo que había hecho ese día con Elizabeth seguía acechándolo como un espectro.
Eleonor, en su mente, era más que un símbolo de alianza; se había convertido en una clave para llenar el vacío que rondaba el castillo y para enmendar, aunque fuera en parte, lo que había roto.
Mientras Elizabeth y Eleonor permanecían abrazadas, el tiempo en el salón pareció detenerse. Henry se quedó allí, atrapado entre su silencio y sus propios pensamientos, consciente de que ese encuentro era tanto una bendición como una carga para todos los involucrados.
En el salón principal del castillo, Eleonor apenas había soltado a Elizabeth cuando una sirvienta irrumpió tímidamente en la habitación. Su respiración entrecortada revelaba la urgencia de su mensaje.
-Majestad... -dijo mientras hacía una profunda reverencia ante Elizabeth y, con una mirada temerosa, lanzó un vistazo hacia Henry—. Hemos recibido noticias de que el Rey Stefan ha enviado hombres hacia nuestra frontera. Vienen por la señorita Elizabeth.
El rostro de Elizabeth se endureció en un instante. Todavía aferraba la mano de Eleonor, como si el simple acto de soltarla pudiera hacerla desaparecer. Su voz, aunque cargada de autoridad, no pudo ocultar la preocupación.
-No permitiré que Stefan ponga sus manos sobre ella. No mientras esté bajo mi protección.-Comento Eleonor protectoramente.