Henry permaneció inmóvil, observando la silueta de Elizabeth alejarse con una determinación que le dolía más que cualquier herida física. Su respiración era errática, su mente atrapada en un torbellino de emociones que no sabía cómo manejar. Cada una de sus palabras lo había atravesado con una precisión cruel, recordándole que sus acciones lo habían colocado en un lugar del que quizá no podría regresar.
Pero aún no podía dejarla ir.
—Elizabeth... —murmuró, su voz quebrada por la desesperación.
Ella se detuvo, pero no se giró. La brisa nocturna movió levemente su cabello, y Henry supo que aún tenía unos segundos para decir algo, cualquier cosa que la hiciera volverse hacia él.
—No quiero que me odies —agregó, su voz apenas un susurro—. No quiero... perderte.
Elizabeth cerró los ojos con fuerza, como si aquellas palabras pudieran borrar el dolor que sentía. Lentamente, giró su rostro solo lo suficiente para que su perfil quedara visible ante él.
—Nunca quise odiarte, Henry —respondió, su tono contenido, casi como si estuviera agotada de la conversación—. Pero te esfuerzas demasiado en darme motivos.
Henry apretó los puños, desesperado por encontrar una manera de reparar lo que había destruido. Dio un paso hacia ella, temeroso de que al hacerlo rompiera lo poco que quedaba entre ellos.
—Si pudiera cambiar lo que hice... lo haría —admitió con sinceridad—. Pero no sé cómo hacerlo.
Elizabeth soltó una risa amarga.
—No puedes cambiar el pasado. Solo puedes decidir qué harás con el futuro —dijo, su voz llena de una tristeza infinita.
Henry sintió que el aire se volvía más pesado. ¿Cómo podía demostrarle que, a pesar de todo, él aún estaba dispuesto a luchar por ella?
La respuesta llegó en la forma de su siguiente acción. Con pasos decididos, cerró la distancia entre ellos y tomó su mano con suavidad, sin forzarla, sin exigir nada. Elizabeth no se apartó, pero tampoco correspondió el gesto. Era solo una prueba, una última oportunidad.
—Dame una razón para quedarme —susurró ella, con una mirada que ahora reflejaba no solo dolor, sino un anhelo oculto.
Henry la miró directamente, su propia lucha reflejada en sus ojos. Y entonces, sin dudar, respondió:
—Porque el único lugar donde quiero estar es contigo.
El silencio que siguió no fue incómodo. Fue un puente invisible, un espacio donde el pasado y el futuro se enfrentaban, esperando que uno de los dos decidiera qué camino tomar.
Elizabeth lo miró un largo momento, sus emociones en conflicto. Luego, con un ligero suspiro, deslizó su mano fuera del agarre de Henry.
—Si eso es verdad... entonces tendrás que demostrarlo.
Y con esa sentencia, se giró completamente y se perdió entre las sombras de la noche.
Henry se quedó ahí, con el peso de sus errores y la promesa de un desafío que podría definir su destino.
Henry permaneció inmóvil en el jardín, sintiendo el frío de la madrugada como una sombra que lo envolvía. La silueta de Elizabeth se había desvanecido en la oscuridad, dejándolo solo con pensamientos que se arremolinaban en su mente como un huracán imposible de detener.
Cerró los ojos, pero en lugar de encontrar calma, los recuerdos lo atacaron con la crudeza de una herida abierta.
La imagen de su madre apareció ante él. Su cabello oscuro y su expresión serena. Pero no era la mujer fuerte que recordaba de su infancia. Era la última vez que la vio con vida, tendida en el suelo, su vestido empapado en sangre. La sangre que su padre nunca intentó limpiar. La sangre que él nunca pudo olvidar.
Sus manos temblaron. Volvió a ver la escena con claridad. Aquel día, sus gritos resonaron por los pasillos del castillo mientras intentaba alcanzarla. Pero su padre simplemente lo apartó, sus ojos fríos, su voz llena de desprecio:
—No debiste haberte encariñado con ella, Henry. La debilidad de los sentimientos es lo que destruye a los hombres.
Esas palabras aún lo perseguían, como si estuvieran grabadas en su piel.
Henry abrió los ojos, sintiendo la humedad en su rostro antes de darse cuenta de que había estado llorando.
Y entonces, otro rostro apareció en su mente.
El rostro de la madre de Elizabeth.
Lo había visto en dos ocasiones. En un retrato antiguo, escondido en los archivos del castillo. Su expresión era cálida, pero había algo en sus ojos… algo que se parecía demasiado a los de Elizabeth cuando intentaba ocultar su dolor. En ese momento, Henry entendió por qué el destino lo había colocado frente a ella, por qué su alma no podía apartarse aunque el mundo entero les gritara que debían estar separados.
Henry sintió un golpe en el pecho al comprender la verdad. Si él realmente quería protegerla, si realmente quería demostrarle que su amor aún existía, tenía que detener su caída antes de que fuese demasiado tarde.
No podía repetir la historia.
No podía perderla como perdió a su madre.
Respiró hondo, sus dedos apretando la tela de su abrigo mientras el dolor lo consumía.
Tenía que hacer algo.
Antes de que Elizabeth se convirtiera en lo que juró destruir. Antes de que el reino de Findara quedara marcado por otra tragedia.
Antes de que el amor que aún sentía por ella se desvaneciera en la oscuridad.
La noche había caído sobre el castillo como un manto pesado, envolviendo cada rincón en una calma inquietante. La vela sobre la mesa de Henry apenas titilaba, su luz proyectando sombras en las paredes mientras él permanecía sentado, la mirada perdida en un punto invisible. Su mente vagaba entre recuerdos que lo atormentaban, imágenes de su madre y la sangre que marcó su destino.
El sonido leve del papel rozando el suelo lo hizo regresar de golpe a la realidad. Sus ojos se dirigieron a la puerta, donde una carta se había deslizado con sigilo. Se levantó lentamente, con cierta desconfianza, y recogió el sobre, sintiendo el peso de lo desconocido. Rompió el sello con cuidado y leyó el mensaje.