Los dedos tamborileaban sobre la madera de ese enorme escritorio donde, por primera vez en mucho tiempo, se había sentido pequeño. Su mirada yacía posada en la ventana amplia, donde el sol de la tarde empezaba a acariciar las copas de los árboles y los rosales. Esa voz infantil, acompañada por la voz de su madre, lo llevó a apretar los labios, mismos que terminó lamiendo, sin saber cómo aliviar la sensación incómoda que le apretaba el pecho.
En esa oficina solo su respiración suave y la voz femenina de la elegante pelirroja frente a él eran lo que se escuchaba. La notó voltear hacia la ventana cuando oyó la risa infantil, pero ese eco hermoso, dulce y luminoso, de alguna manera lo hizo fruncir el ceño. Tanto había pasado en esos últimos meses, que no podía siquiera regresar al momento exacto donde su vida se cruzó con la de esa pequeña. Pero hoy, más que nunca, aceptaba que lo volvería a hacer igual.
—Conrad…
El llamado lo hizo parpadear con rapidez, apartó la mirada de la ventana y luego giró en su silla hacia donde la elegante mujer se encontraba. Esa belleza inconfundible, esos ojos claros que parecían honestos, lo hicieron suspirar.
—¿Has escuchado lo que te dije?
—Lo he escuchado —apenas pudo responder, reconociendo su voz como apagada—, pero es que no me lo puedo creer.
Ella esbozó esa sonrisa cargada de ironía.
—¿Por qué? ¿Porque ella te dijo que no era cierto?
—¡Porque ya le había hecho una prueba! —espetó firme.
Dio un golpe sobre el escritorio y, exasperado, se puso de pie. Se limpió el rostro de esa sensación de calambre que, bajo su piel, se sentía, y empezó a andar frente al enorme librero cubierto de leyes, constituciones y libros de política, así como de fotografías. Se detuvo ante una, esa enmarcada en una retratera de plata.
La feliz pareja recién casada sonreía con encanto ante la cámara. Le resultó fácil moverse mentalmente tantos años atrás, cuando se unió por amor a la mujer que siempre supo sería su primer amor. Se imaginó un futuro con ella, una familia, una vejez compartida… pero la vida tuvo otros planes y, en poco tiempo, se la arrebató. Con ella se fue esa versión de sí mismo que creía en el amor… o al menos eso pensaba.
Pasó saliva antes de girarse una vez más hacia la pelirroja, quien, de manera elegante, descruzó las piernas y también se puso de pie.
—Entiendo que esto es impactante, Conrad, pero ahora mismo, a tan poco tiempo de las elecciones, te toca a ti —con su uña arreglada en una francesa perfecta, le tocó el pecho— hacer tu propia elección. Sabes bien que si esto se filtra, la prensa te comerá vivo…
—¿Y por qué se filtraría? Lo sabes tú solamente, ¿no? —consultó con voz seria y directa—. Eres mi cuñada. Pese a que perdimos a tu hermana hace tanto tiempo, llevas trabajando para mí desde hace varios años, Valerie. Así que dime, ¿cómo podría la prensa darse cuenta de esto? ¡Si ni siquiera yo lo sabía!
—Okay, okay…
Ella colocó sus manos al frente, en una señal de calma, pero Conrad Sylvain, el candidato a la presidencia más joven en la historia de Estados Unidos, estaba por perder la cordura con esa noticia, grave, que podría cambiar por completo su vida… y que su cuñada le había traído.
—Sí, yo te traje esta noticia, pero yo no tomé la muestra. Lo hizo tu asesor legal —Conrad la miró con seriedad—. Y aunque fue llevada a una clínica segura, donde se firmaron contratos de confidencialidad, sabes bien que con dinero los monos bailan —Conrad apretó la mandíbula—. Opino que debes traer a esta mujer y enfrentar la situación de una vez por todas, y como debe ser.
—No tiene sentido, Valerie.
—Hay testigos, hay declaraciones… —se movió segura hacia el escritorio—. ¡Y está la prueba! —tomó la misma y, al final, se la pasó a Conrad, quien la recibió—. Apoyaste por meses a una criminal…
Conrad Sylvain llevó su cabello hacia atrás. Leyó la prueba en su mano y terminó pasando saliva cuando su castaña mirada se posó en ese resultado positivo. Apenas sintiendo el latir de su corazón, buscó agitado la salida. Su mandíbula iba tensa, su mirada oscurecida. Pensaba en su esposa fallecida, en su historia, en el futuro que le arrebataron. Y, al llegar a esa cocina, donde la mujer de ojos color cielo lo observó con dulzura, tomó su decisión.
Sobre su hombro vio llegar a Valerie unos minutos después, con dos de los guardaespaldas que parecían verlo con confusión… esa misma que pronto notó en la hermosa embarazada frente a él.
—¿Qué sucede, Conrad? —consultó ella.
—Arréstenla…
Los gritos femeninos irrumpieron en el dorado de ese atardecer. Pronto, la chiquilla agitada llegó desde el patio, pero él se interpuso entre ambas. La embarazada se removía del agarre fuerte de los dos guardaespaldas, mientras la niña en sus brazos se retorcía, evitando que él pudiera cargarla. Su madre buscaba respuestas y él solo pudo pasarle el resultado de ese examen, que la llevó a abrir grandes ojos.
—¡No, Conrad, no, espera! ¿Qué estás haciendo? —se quejaba la mujer—. ¡June!
El caos reinó en esa cocina. Los empleados no sabían ni cómo proceder, y los dos guardaespaldas sostenían con fuerza a la embarazada, mientras ella pedía por la jovencita rubia que se quejaba del agarre en el que Conrad la tenía. Pero fue ese quejido, ese sonido que irrumpió con dolor y preocupación el ambiente, el que terminó logrando que el miedo recorriera esas miradas.