La elección del corazón

1. Póliza

No sabía por qué llevaba el estómago revuelto y esa pesadez en el pecho que, a veces, le arrancaba el aire. De pronto, o al menos ese día, parecía sentir cómo el aroma a cenizas aún flotaba en el aire, cómo la envolvía en una espiral de desolación y pena que seguía oprimiéndole el pecho y la había llevado a muchas noches en las que las lágrimas eran lo único que lograban dormirla, en algún punto de la madrugada.

Ocho meses atrás, un voraz incendio había destruido años de inversión en su pequeña floristería, esa de la esquina, la de la enorme bugambilia que tampoco sobrevivió. Los bomberos indicaron que una mala conexión eléctrica desató el siniestro que fue consumiendo, poco a poco, su negocio familiar. Ese que, con tanto amor y entusiasmo, había fundado junto a su hermano mayor, quien pereció a causa de la cantidad de humo que inhaló al intentar salvar todo lo que pudo.

Para Isla Valmour, la vida se le consumió en esas mismas llamas, que no solo apagaron su próspero negocio, también se llevaron la vida de su hermano. Y aunque ocho meses habían pasado desde entonces, la presión que apretaba su pecho cada vez que pensaba en lo ocurrido aún la asfixiaba, tal como sucedió en aquel momento en que tuvo que ingresar al local para salvarlo.

Tuvo que liberar el aire retenido antes de entrar a aquel elegante edificio que se destacaba en la lujosa zona comercial por su moderna estructura. Su mano delicada se acomodó sobre ese vientre abultado, ya cercano a los seis meses, la razón por la que había vuelto a levantarse, por la que había dejado su casa, su cama y las mantas que la envolvían como un burrito cargado de culpa por todo lo perdido.

Ese mismo ser, una belleza que crecía cada día en sus entrañas, se había convertido en su inspiración para empezar de cero, para aferrarse a lo que su hermano mayor y siempre protector solía decirle:

"Tú puedes con todo, Isla. Incluso con lo que parece imposible".

Y mientras cruzaba el vestíbulo blanco de la aseguradora, se fue repitiendo lo mismo. Llevaba en las manos una carpeta con documentos, contratos y facturas que habían sobrevivido al fuego, y un bolso más pesado de lo que su hombro podía soportar… o quizá era el alma la que ya casi no se sostenía. Tratar de empezar de nuevo se sentía extraño, pero sabía que ya era momento de hacerlo, y por eso se encontraba en aquel lugar, para cobrar el seguro de su negocio.

El recepcionista la recibió con una sonrisa amable, sin saber que en esos ojos color cielo no quedaba ni una gota de luz.

—Tengo una cita con el señor Escudero. Diez en punto —dijo ella, dibujando una sonrisa educada—. Me indicó que me recibiría en esta oficina. Mi nombre es Isla Valmour, vengo por el seguro de mi floristería, que fue…

—El señor Escudero la está esperando —la interrumpió el recepcionista, como pidiéndole calma, por lo que ella solo suspiró—. Si me acompaña, por favor.

Fue guiada por esos elegantes pasillos de la aseguradora, el primer paso, según le habían aconsejado y lo que ella misma había investigado, para poder recuperar al menos una cantidad justa y sólida que le permitiera volver a montar su negocio. La sala, que parecía más una de reuniones que una oficina, le gustó por esa vista tan bonita que ofrecía de Washington D. C., la capital de la política estadounidense, donde se encontraban los emblemáticos lugares como la Casa Blanca o el Capitolio.

Había nacido y crecido en aquel distrito que, aunque no era considerado un estado como tal entre los muchos que el país tenía, sin duda ofrecía una calidad de vida positiva a sus más de medio millón de habitantes.

—El señor Escudero ya viene —le indicó el joven recepcionista—. ¿Desea algo de tomar? ¿Café, té, agua?

—Te agradecería un poco de agua.

El joven asintió apenas, pero se retiró con brevedad. Isla suspiró antes de acercarse a esas elegantes ventanas que iban del techo al piso. La vista era panorámica y preciosa, pero en lo poco que pudo captar de su reflejo, en esos brillantes y azules ojos, lo primero que su mente recordó fue ese olor a quemado, los pétalos incendiándose, navegando en el ambiente, y la desesperación de su hermano por salir.

Recordó con mucha claridad el calor agobiante, el humo que parecía volverse espeso dentro del cuerpo, los arreglos preparados para entregas tornándose negros. Cerró los ojos y apartó su mirada del vidrio cuando pensó en los gritos. Intentó reponerse en ese momento, pero solo lo logró rozando su pancita, destacada bajo ese elegante vestido.

—Este es el primer paso, mi amor, para poder recuperar la fuente de ingreso de nuestra vida. Papá ya no puede con nosotros, y por eso nos toca aportar, como siempre lo hicimos —susurró con voz suave—. Voy a avisarle que ya llegamos.

Arrastró una de las dos sillas y tomó asiento, acomodando su bolso y la carpeta sobre la elegante mesa redonda. Sacó el celular y, tras confirmar que la puerta seguía cerrada, buscó la conversación con su esposo y le envió un mensaje:

“Ya estoy por reunirme con el representante del seguro. No sé cuánto tardaré, pero si acaso salgo antes, puedo pasar por tu trabajo y nos tomamos un café en la cafetería de enfrente.”

Apenas medio minuto tardó el mensaje en ser recibido y leído, cuando la llamada llegó. Con una sonrisa amplia, la joven respondió:

—Hola, mi amor.




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