Fue abriendo poco a poco los ojos. Se sentía, de alguna manera, como apretada, como si estuviera prisionera entre mantas. Un sabor amargo le recorría la lengua, y lo primero que pudo hacer fue fruncir el ceño cuando miró el monitor que se encontraba a su lado. Despacio, y tratando de adaptarse a su entorno, fue moviendo la cabeza para descubrir que yacía en una habitación de hospital. El aroma a desinfectante, el pitido de la máquina que anunciaba que la bolsa sobre su cabeza se había agotado, le hacían trabajar la mente con mayor velocidad de la que podía manejar.
Pronto, sus grandes ojos se abrieron al recordar ese horrible momento: la música, la espalda desnuda, la realidad cayendo como un yunque de toneladas sobre su presente y ese futuro que sentía demasiado seguro. Sus manos fueron a parar a su pancita, y aunque el suspiro se escapó de alivio al sentir la curvatura de la misma, pronto su rostro se fue arrugando, dejando espacio a esas lágrimas que nacían de un dolor tan universal, tan normalizado, aunque era de los peores que se podían experimentar: el de la traición.
Posó sus ojos en la puerta cuando se abrió. Con la mano que sentía menos adormecida limpió su rostro, viendo a esa enfermera que tenía un rostro serio, no necesariamente molesto, pero sí indiferente.
—Señora Valmour, ¿cómo se siente?
Ella intentó emitir una respuesta, pero claramente la mujer ante ella no tenía idea de lo que había pasado, de lo que su esposo y cuñada habían hecho.
—Señora Valmour, necesito que me hable —indicó la enfermera—. ¿Cómo se siente? ¿Hay mareo, dolor, somnolencia?
—Tengo la lengua amarga.
—Entendido, eso es por el tiempo en reposo y porque ayer vomitó ya que la medicina le cayó un poco pesada —Isla solo pudo fruncir el ceño—. Se le ha colocado un suero hidratante para tratar esas náuseas profundas que traía y su estado de letargo. ¿Le duele la cabeza?
Isla solo negó, pero pronto buscó la mirada de la enfermera.
—¿Dijo que ayer vomité? ¿Cuánto tiempo llevo aquí?
—Un poco más de doce horas, señora Valmour —la enfermera tomó los datos de los equipos ante ella y fue desconectando algunos. Luego tomó esa mano con la intravenosa y la liberó de manera rápida, aunque no tan cuidadosa—. La doctora que tomó su ingreso vendrá en un momento para darle el alta. No hay ningún tipo de complicaciones o alteraciones que justifiquen su estadía por más tiempo en el hospital, además de que su bebé también se encuentra en perfecto estado. Ya pronto podrá irse con sus dos hijas.
Isla abrió grandes ojos ante esa enfermera que, al fin, parecía reparar en ella como persona. Los movimientos de la embarazada fueron demasiado rápidos, incluso para la enfermera, quien solo la miró con incredulidad cuando Isla se sentó en la cama.
—Me temo que esos movimientos…
—¿Estoy esperando una niña?
La enfermera tomó el expediente, pero Isla se lo quitó con rapidez, negando con la cabeza. Tenía los azulados ojos llenos de lágrimas, por lo que la enfermera, de manera suave, suspiró. Se movió hacia la puerta, que al parecer había dejado entreabierta, y la cerró bien. Frente a frente, las dos mujeres, con poca diferencia de edad entre ellas, se enfrentaron.
—¿No lo sabía?
La pregunta cayó como agua fría sobre la espalda ardiente de Isla, quien, tras tragar saliva, negó.
—Mi esposo había decidido que lo sabríamos hasta el día de su nacimiento —comentó con voz suave, una que deseaba gritar con todas sus fuerzas, pero no podía—. Mi esposo… —agregó, apenas frunciendo el ceño— lo descubrí siéndome infiel —la enfermera suspiró— con mi cuñada, esa misma que hace apenas ocho meses lloraba amargamente la muerte de mi hermano, su esposo —con esa mirada como ida, cargada de ironía, miró a la enfermera—. Ya en este momento, saber si traeré al mundo a una niña o un niño debería pesar menos, ¿no?
Notó cómo la enfermera tensó la mandíbula, pero avanzó hacia ella, tomando el expediente que Isla ya no se opuso a entregar. La enfermera leyó algo en el mismo y luego la miró a los ojos.
—El hombre que la trajo ayer, quien se identificó como Marck Holtz, no se quedó a esperar lo que indicaban los médicos. Solo volvió con un bolso unas horas después, cuando se le indicó que se quedaría en observación toda la noche. Solicitó que se le dijera el sexo del bebé con la segunda ecografía de control —Isla no podía ni siquiera creerlo; su mente no lo procesaba—. Se le informó que era una niña, dejó el bolso y se fue. Desde entonces, no ha vuelto.
—¿No dijo nada sobre mí? ¿No dijo que era mi esposo siquiera?
La enfermera, ante los ojos de Isla, negó.
—No, señorita. Y realmente lamento decirlo de esta manera, pero sé lo que es ese dolor —Isla la miraba con esos grandes ojos llenos de lágrimas—. Sé cómo duele la traición, cómo la confianza se vuelve añicos, y no solo esa que dejamos depositada en ellos, sino también la que en nosotros mismos ha crecido. Ser engañada es una bomba que eventualmente explota, donde ya no duele lo que él hizo, sino el tiempo que perdiste, la energía y el amor que diste a quien no lo merecía —Isla no podía ni llorar—. No conozco palabras que puedan aliviar lo que siente, pero si algo le puedo decir es que todas podemos… y renacer está en nuestra sangre, en nuestro ADN, y lo hará. Es joven, está sana. Tome a sus dos hijas como inspiración para no permitir que nadie, mucho menos un hombre, la reduzca a una cualquiera que dejan tirada en una camilla de hospital.