El aire matinal le golpeó con fuerza el rostro cuando cruzó las puertas automáticas del hospital. Tragó saliva ante la carga de emociones que se le apretaban en la garganta, posando sus azulados ojos, cansados y llenos de todas esas lágrimas que ya no sabía cómo derramar, o incluso contener, en la chiquilla que iba de su mano, confiando en ella para vivir esa aventura que su desalmada madre le convenció que vivirían juntas al dejarla abandonada, porque eso fue lo que hizo, en ese hospital.
Soltó el aire de su pecho y avanzó a pasos cortos, sintiendo el movimiento de su propia hija en ese vientre que sentía más pesado que nunca bajo ese vestido azulado que no le quedaba demasiado bien. Era lógico: su esposo, ese hombre con el que había hecho una vida por años, no la conocía del todo. Ni siquiera la ropa interior que le había llevado era de las más cómodas o de las que ella solía usar.
No sabía qué era exactamente, si las corrientes externas de un invierno que se estaba despidiendo, pero que aún conservaba temperaturas frías y lluvias ocasionales, o el desconcierto que le calaba los huesos, pero había una sensación de desolación y frialdad que se le apretaba contra el esternón. Isla no tenía ni idea de cómo procesar con claridad lo que había pasado, lo que su esposo, el hombre que aún tildaba como alguien a quien amaba, le había hecho.
La fila en el área de caja no era larga, pero se sentía interminable. Isla avanzó con pasos tensos, cada latido un recordatorio de lo sola que estaba. Su mirada recorría la recepción, los asientos ocupados, los otros pacientes… y, a pesar del bullicio tenue de ese hospital privado, se sentía invisible.
—Señora Valmour —llamó una voz femenina detrás del acrílico—. Puede acercarse.
Juniper buscó la mirada de su tía, quien le rozó con dulzura la mejilla. Isla le besó la frente y la dejó cuidadosamente en una silla vacía frente a la ventanilla.
—Nombre completo, por favor —pidió la administrativa sin levantar mucho la vista.
—Isla Valmour de Holtz.
La mujer tecleó durante unos segundos y luego asintió.
—Perfecto. El monto total por los servicios médicos es de tres mil cuatrocientos dólares —Isla abrió grandes ojos—. Incluye sala de emergencia, monitoreo fetal, medicamentos y una noche de observación. No se aplicó ningún descuento porque no se registró seguro médico válido.
Isla parpadeó. El mundo pareció oscilar brevemente.
—¿Perdón? —apenas pudo murmurar con voz tenue—. Mi esposo dijo que tenía seguro… —buscó aire—. Soy beneficiaria de su seguro y tengo el mío propio. ¿Cómo es que una noche de emergencia no está cubierta por mi seguro?
—Señora, lo lamento —respondió la mujer, esta vez levantando la mirada—. Usted fue ingresada en calidad de particular. No se presentó ninguna póliza válida. Y el acompañante, el señor Holtz, firmó los documentos indicando que usted se haría responsable de los cargos.
La garganta le ardía cuando soltó ese jadeo que necesitaba liberar, aunque todo lo que Isla quería hacer era gritar. Sintió cómo se le apretaba el pecho mientras buscaba en su bolso con manos temblorosas. Abrió su billetera, descubriendo por qué Marck se había llevado las pocas tarjetas de crédito que ella tenía. Cuando tomó la tarjeta de débito, solo negó. Usar lo que había en sus cuentas para pagar esa deuda médica la dejaría sin nada para sobrevivir. Y lo peor era que, en ese momento, no estaba sola.
Miró a la pequeña Juniper jugando con las cintas de mantequilla que adornaban su maleta. No tenía siquiera su celular para saber cuanto había en cada cuenta de ahorro, aunque puede estar segura que en una era menos de los dos mil quinientos dólares y la otra eran como trescientos o un poco más.
—Solo… —trató de hablar con claridad—. Solo tengo mil dólares —mintió, porque no quería quedarse sin nada—. ¿Puedo hacer un abono?
La mujer negó con la cabeza.
—Solo podemos dar de alta con el pago total. Si no puede cancelar ahora, tendrá que pasar a administración para programar un convenio de pago.
—No puede ser… —susurró. Se giró para mirar a Juniper, que jugaba con las asas de su maleta sin saber la carga que acababa de posarse sobre su tía—. Él me trajo aquí sabiendo que no tenía cobertura… Me dejó con todo esto. Dios, ¿cómo puede haber tanta maldad en un hombre que me prometió amor eterno?
La empleada, incómoda, evitó la mirada de la alterada Isla, pero sí le notó la desesperación. Las manos temblorosas rebuscaban en un bolso que ni siquiera ella misma había preparado. Notó su embarazo, y a la pequeña rubia que parecía esperar, por lo que solo le pasó un sobre blanco sin poder hacer mucho más por ella.
—Si desea hacer solo un abono, debe dirigirse al segundo piso, oficina 3B. Ahí puede solicitar el formulario para convenio. Le harán firmar un pagaré. No será un proceso muy largo, y con los mil dólares que puede dar, la dejarán ir.
Isla asintió sin decir nada. Limpió sus lágrimas con rapidez, elevando la mirada al techo para controlarse y seguir. Guardó su tarjeta, levantó el bolso y, tras agradecer nuevamente a la empleada, buscó a la pequeña June, a quien le tomó la mano. Anduvo con lo poco que le quedaba de dignidad, de fuerza y hasta de ganas de continuar, hacia el ascensor, sintiendo cómo cada paso dolía más que el anterior.
En la oficina 3B, el olor a café, que parecía hacerse en el mismo filtro desde hace mucho tiempo, y a papeles viejos la golpeó al instante. Tal como la empleada indicó, el lugar no estaba tan lleno, y pasó con rapidez hacia el cubículo donde una mujer con gafas gruesas la atendió con tono monótono. Le explicó las condiciones del convenio y le entregó un documento de varias páginas.