Los pasillos del hospital retumbaban con el eco de los pasos apresurados, los llamados de los médicos y el golpeteo constante de las gotas que seguían deslizándose desde los abrigos mojados. También en esos toldos, algunos visitantes y empleados salían a ver la lluvia caer, fumarse un cigarrillo o simplemente permanecer en ese espacio de penumbra y frialdad que la torrencial lluvia había dibujado para la ciudad.
En una silla de ruedas empujada por un enfermero que parecía impaciente, Isla fue llevada directamente al área de maternidad de emergencias. Sin embargo, al atravesar las puertas dobles, su pequeña sobrina, que seguía tomada de su mano, fue detenida por el pecho por una enfermera que intentó apartarla de su lado.
—Espere, espere —pidió Isla al notar cómo ella avanzaba mientras su sobrina no—. No puedo irme sin ella.
El enfermero se detuvo, girando la silla de ruedas justo cuando otra enfermera se acercaba para tomar a Juniper con la intención de evaluarla por separado.
—Vamos, cielo, vamos a ver que estés bien —dijo con voz suave, aunque su mano fue demasiado firme para la pequeña que, al sentirse separada de su tía, frunció el ceño y se apretó contra la pared a sus espaldas—. Vamos, vamos, tenemos que ver que todo esté bien.
Cuando intentó sujetarla nuevamente, Juniper se encajó más contra la pared. Conrad y Serena, que observaban la escena con creciente confusión, se acercaron con rapidez.
—¡No! ¡Tía! —gritó con angustia, levantando ambas manos en señal de rechazo—. ¡No quiero! ¡No quiero ir con ella!
Sin pensarlo, Conrad se colocó entre la pequeña y la enfermera. Vio con desconcierto a la niña, que se aferró rápidamente a su abrigo largo y húmedo. Él aún cargaba la muñeca en su mano, mientras Isla, sentada en la silla de ruedas, intentó ponerse de pie. Una contracción la hizo jadear, pero aun así se impulsó con su mano libre y alzó la voz con una determinación que heló a todos los presentes.
—¡No se la lleven! ¡No me separen de ella!
La enfermera, visiblemente confundida, miró al candidato y luego a la mujer embarazada a unos metros, quien al fin logró ponerse de pie sujetándose el vientre pronunciado. Cuando Juniper asomó su mirada hacia el lateral y vio cómo dos enfermeros se acercaban, negó con fuerza y soltó un chillido más agudo cuando una mano enguantada rozó accidentalmente su cuello.
—¡No me toquen! ¡No me toquen! —gritó con los ojos apretados y los hombros alzados, entrando en una crisis sensorial que la sacudía por dentro—. No, no, no, no…
—¡Basta! ¡Deténganse! —intervino Isla con voz firme—. Mi sobrina es autista. Tiene sensibilidad al contacto físico no anticipado. ¡No pueden tocarla así, mucho menos sin advertírselo! Por favor... —la súplica ya se dirigía hacia Conrad—. Por favor.
La tensión en el pasillo aumentó. Algunos empleados de Conrad aguardaban indicaciones a pocos pasos. El candidato observaba los puñitos blancos de la pequeña refugiada a sus espaldas, con los ojos cerrados y los hombros alzados, como si quisiera cubrir con ellos sus orejas. Miró a su madre, quien con delicadeza tomó a la enfermera por los hombros y la apartó. Los demás hicieron lo mismo.
—Creo que hay que manejarlo de una manera más amable —pidió Serena con una calma clara, pero con una firmeza que se reflejaba en su mirada—. La niña no puede estar sin su tía, y no le gusta que la toquen sin previo aviso.
—Debemos revisarla —intervino uno de los doctores presentes—. No podremos hacer ninguna evaluación si no podemos tocarla.
—Sí, lo entiendo. Pero debe haber una forma de tratarla, ¿no? —Serena se mantuvo firme—. Ya les están advirtiendo que la pequeña tiene autismo y pueden notar lo incómoda que está. Le pido que lo maneje como el profesional que supongo que es.
Conrad, que hasta ese momento había contenido cada palabra, miró a los presentes con gravedad. El doctor, reprendido por Serena, levantó ambas manos en señal de rendición.
—¿Es posible revisar a ambas en la misma sala? —consultó con voz grave—. Para evitar causarles más estrés a una niña y a su tía embarazada. —Cuando posó la mirada sobre Isla, ella terminó por dejarse caer de nuevo en la silla de ruedas—. Por favor.
El médico, que había reconocido al instante al candidato, asintió con profesionalismo.
—Sí, claro. Las evaluaremos juntas. Solo necesitamos espacio y algo de cooperación —respondió, dando una señal a los enfermeros para que prepararan la sala anexa—. Traigan los equipos de monitoreo fetal y el portátil. No parece que la pequeña tenga golpes o fracturas, pero si puede ayudarme a moverla… —pidió, dirigiéndose hacia Isla—. Por favor.
Isla asintió brevemente y entonces la llamó con ternura:
—June, mi amor, el doctor nos va a llevar a una sala para atendernos. ¿Puedes venir conmigo?
La sorpresa fue clara en todos, especialmente en Conrad Sylvain, quien, con la mandíbula tensa, miró a su madre y luego a la desconocida embarazada que le había dado una noche que no esperaba. Pero esa mano pequeña y fría que tomó la suya solo consiguió provocar un trago fuerte, que se deslizó por una garganta que se sintió agrietada. Tras un suspiro, afianzó, sin mirar a la niña, el agarre, y empezó a andar.
Isla notó cómo la pequeña lo seguía, aferrada con fuerza a la mano grande de ese hombre alto y apuesto, que la miraba con agudeza, de una forma que la hacía sentirse pequeña, juzgada y hasta una mala persona. Pero al final, solo pudo dibujar un delicado gracias entre sus labios, que logró el leve asentimiento de Conrad mientras pasaba junto a ellas hacia la sala, seguido por esa Serena que solo apretó el bolso contra su pecho y se unió a ellos.