El vapor del agua caliente empañaba el pequeño espejo de su habitación. La luz apenas penetraba por la claraboya de escamas traslúcidas que cubría el techo. Afuera, Kaialoa despertaba poco a poco entre silbidos de vapor y chirridos de grúas navales, pero en el interior, Panthea Tialorai estaba sola. Desnuda frente al reflejo distorsionado, dejó que el agua resbalara por su espalda marcada. La espiral inicial del Unalome, grabada como tinta viva desde la nuca, palpitaba apenas bajo el vapor. A veces sentía que ese tatuaje la miraba más de lo que ella podía mirarse a sí misma.
Sus dedos rozaron la tela negra y carmesí del uniforme de gala colgado frente a ella. Lo observó por largo rato sin moverse. El rojo representaba la sangre derramada, el negro la noche sin estrellas de las ciudades perdidas. El broche que sostenía la capa era una concha metálica, símbolo de los que habían sobrevivido al abismo… y de los que podían volver a él sin dudar. Panthea tragó saliva. ¿Digna? La palabra sonó ridícula incluso en su mente. Ella no se consideraba nada. Ni digna, ni heroica, ni ejemplar. Solo funcional. Eficiente. Letal. Recordó las palabras de Darel: “Si sigues así, vas a morir sola.” Recordó la cara de la recluta que había sangrado durante el entrenamiento. Recordó las veces en que no sintió absolutamente nada.
—Tal vez estoy siendo demasiado… —susurró, pero no terminó la frase.
Agresiva. Dura. Inaccesible. Todo eso… era cierto. Pero era lo único que la mantenía entera. No había aprendido a sobrevivir. Había sido moldeada para no romperse. Apretó los dientes y comenzó a vestirse. El pantalón rígido, la camisa abotonada con costuras gruesas, los guantes de combate más ornamentales, la capa corta con el símbolo de su unidad bordado en escamas metálicas. Finalmente, ajustó el cinturón donde descansaría su látigo ceremonial.
Al ver su reflejo completo, algo se estremeció en ella. No por vanidad. No por orgullo. Sino por la sospecha punzante de que, quizás, había llegado demasiado lejos en el camino de ser una soldado… y había olvidado cómo ser humana. Darel decía que aún podía elegir. Pero él no había visto Tialora hundirse. Panthea alzó el mentón, escondiendo la duda detrás de su habitual dureza. Salió de la habitación con paso firme. El mar seguía susurrando. Y hoy, parecía susurrar su nombre con un tono distinto.
La puerta blindada del Salón de Estrategia de Kaialoa era alta y curva, como la mandíbula de una criatura marina prehistórica. Estaba custodiada por dos centinelas armados, sus uniformes perfectamente pulcros, las máscaras de respiración colgadas al cinto, como si esperaran en cualquier momento una llamada para sumergirse. Panthea se detuvo ante ellos. Su uniforme de gala contrastaba con el gris mate de las paredes metálicas. El látigo ceremonial colgaba de su cadera como una advertencia.
—Tialorai. Convocada —dijo, sin necesidad de más.
Uno de los centinelas asintió, activando la cerradura biomareal. La puerta se abrió con un susurro de vapor y engranajes, revelando un salón semicircular bañado por la luz azulada de cristales de energía mareomágica. Las paredes estaban cubiertas con mapas móviles de las cinco regiones, y al fondo, una enorme mesa circular con símbolos tallados en bronce: las insignias de cada orden, cada armada… y en el centro, el emblema del Consejo de Mareas.
Panthea dio un paso dentro. La conversación cesó al instante. Varios ojos se posaron en ella. Comandantes, estrategas, oficiales veteranos. Algunos de ellos la conocían de vista, pero la mayoría solo había oído hablar de la muchacha sin ciudad, la que sobrevivió a una tragedia y ahora entrenaba como una fiera. Y allí estaba. En carne, en sombras y cicatrices. Unos pasos más allá, Capitán Darel Thalor se encontraba junto a un hombre de cabello blanco recogido en una coleta militar, con la insignia de la Armada del Caracol de Jade. Más allá, una figura con la capa bordada de la Espina Tempestuosa conversaba con una mujer de piel oscura y ojos celestes: una Oceánide de Nyaheru. Panthea reconoció de inmediato las insignias de cada región. Los cinco estaban allí.
—Puntual, para variar —susurró Darel al acercarse, una sonrisa apenas marcada en sus labios.
Panthea no respondió. Se mantuvo firme, con la mirada al frente. El sonido de su respiración se mezclaba con el zumbido constante de los proyectores estratégicos. El oficial mayor del salón, Almirante Helior, se aclaró la garganta. Era un hombre anciano, con la espalda erguida como una torre y la voz como una ola que arrastraba arena y sal. Todos se encontraban reunidos mediante un holograma de ellos mismos para poder empezar con la reunión.
—Gracias por venir, sargento Tialorai. Siéntase libre de tomar asiento —dijo, señalando uno de los asientos marcados con el emblema de las Nereidas.
Panthea no se movió de inmediato. Su mirada recorrió las figuras presentes. Todos importantes. Todos vivos. Todos con historia. ¿Y ella? Una niña del mar, arrastrada por una ola negra. Tomó asiento.
—Ahora que estamos todos —prosiguió Helior—, demos inicio a la sesión clasificada bajo código Tridente. El mensaje no proviene de ninguna región, sino del corazón de las corrientes. La voz es clara. El Mar ha vuelto a hablar.
Un silencio cayó como un ancla sobre la sala. Panthea sintió cómo su tatuaje de Unalome se estremecía bajo el cuello del uniforme. Como si supiera que, desde ahora, ya nada sería igual.
El salón quedó en penumbra cuando las luces superiores se atenuaron. Solo permanecían encendidos los proyectores mareomágicos, que formaban un holograma suspendido sobre la mesa: el mapa tridimensional de Abyssea, vibrante, dividido en sus cinco regiones, con corrientes mágicas marcadas por líneas azules brillantes. En el centro del mapa… una grieta. Una fisura oscura, palpitante, que parecía crecer lentamente como una herida abierta en medio del océano. El Almirante Helior habló con la firmeza de quien ha pronunciado sentencias de guerra: