La Elegida del Abismo

Capitulo 4: Bienvenidos a Kaialoa

La bruma marina aún no se disipaba del todo cuando el dirigible cruzó los cielos de Kaialoa. Desde la plataforma de aterrizaje principal, construida sobre pilares de coral blanco reforzado con acero mareomágico, soldados y oficiales se mantenían en formación, tensos como cuerdas de arpón. Panthea, de pie entre ellos, afilaba su mirada más que su postura. No llevaba uniforme de gala, como los demás. Recién había bajado del dirigible de patrulla esa mañana, y no quería estar allí. Vestía el uniforme de recepción táctica de la Armada de la Ola Ardiente, una prenda tan imponente como funcional, forjada en los colores de Elandor: negro obsidiana y rojo carmesí. La chaqueta de corte entallado abrazaba su figura con firmeza militar, adornada por escamas de tela en patrones romboidales que evocaban la piel de criaturas abisales. El cuello alto en forma de "V" protegía su garganta como una promesa de resistencia, mientras que los bordes bordados en hilos dorados hablaban del rango que ostentaba.

Una faja ancha de doble vuelta en rojo profundo ceñía su cintura, cruzada por un cinturón negro donde descansaba, enrollado y letal, su látigo de combate. Bajo la chaqueta, un pantalón táctico gris grafito reforzado en rodillas y muslos le permitía moverse con la agilidad de una Nereida. El faldón dividido, con paneles asimétricos, ondeaba a su paso revelando destellos escarlata en su interior —una advertencia sutil de que la elegancia podía volverse filo en un suspiro.

Las botas altas, negras y ajustadas hasta la rodilla, lucían placas reforzadas y cierres ocultos, diseñadas para firmeza sobre cubiertas mojadas o roca marina. Brazales en sus antebrazos, en tonos carmesí y obsidiana, ocultaban discretos canales de liberación para su arma. No llevaba adornos ni insignias innecesarias. El uniforme hablaba por sí solo: autoridad sin arrogancia, peligro sin estridencias, fuego contenido bajo la superficie. Era la imagen viviente del lema de la Ola Ardiente: “Donde otros se ahogan, nosotros ardemos.”

—No es una ceremonia. Es una pérdida de tiempo —murmuró.

A lo lejos, el zumbido grave del dirigible proveniente de Nyaheru se hacía más claro, hasta que la gran nave descendió entre vapores cálidos que olían a especias húmedas, madera aceitosa y marisma lejana. El estandarte oceánida de Nyaheru ondeaba a cada lado: una concha dorada en fondo índigo. Cuando la compuerta se abrió, descendió una sola figura. No traía escoltas ni estandartes personales. Solo una alabarda a la espalda sujeta con firmeza, y trenzas doradas que caían como raíces de sol por su espalda morena, sabía de quien se trataba: Coeli N’Darune, la mejor oceánida de su región había escuchado sobre sus logros.

Panthea no era fácil de impresionar, pero al verla, incluso ella se quedó en silencio. La mujer que descendía de la plataforma del dirigible tenía una presencia que no se podía ignorar. No era sólo su porte sereno o la forma en que sus pasos parecían no perturbar el suelo. Era… belleza viviente. Belleza salvaje y cálida como el sol sobre el agua. Su piel era morena, como la tierra fértil bañada por la lluvia. Y su cabello dorado, largo y trenzado en patrones tradicionales, destellaba en dorado bajo la luz, como si cada hebra hubiese sido tocada por el sol. Llevaba una diadema de tela dorada sobre la cabeza, que mantenía sus trenzas perfectamente alineadas, enmarcando su rostro sereno y majestuoso. Pero fueron sus ojos los que más impactaron a Panthea: un azul celeste tan claro y profundo como el cielo de Elandor en su hora más pura. Eran ojos que podían prometer lluvia… o calma.

Avanzó con la frente en alto, los ojos azul celeste fijos en el horizonte, como si no necesitara mirar para saber quién la observaba. Cada paso resonaba sobre la plataforma como si caminara sobre piedra sagrada. Su vestimenta no se parecía en nada al uniforme militar habitual, aun así, irradiaba dignidad y autoridad. El top dorado, cruzado sobre el pecho, ceñía su figura atlética con elegancia, adornado con tres joyas verdes como el corazón de una esmeralda marina, engastadas en marcos dorados que hablaban del arte ancestral de su región. El faldón verde oscuro que caía de su cintura tenía bordados que representaban la selva húmeda de Nyaheru: árboles frondosos, aves en vuelo, raíces que se entrelazaban como símbolos de vida.

La abertura lateral del faldón revelaba una pierna esculpida por años de disciplina, adornada con brazaletes de oro en los tobillos, mientras que sus sandalias finamente diseñadas dejaban ver la gracia de cada paso. Brazaletes caían en cascada desde sus brazos hasta sus codos, y de sus orejas pendían pendientes de filigrana dorada con esmeraldas engarzadas, que centelleaban cada vez que giraba la cabeza. Panthea no pudo evitar tensarse. Esa mujer parecía salida de un mito… pero había en su mirada algo más que belleza: había determinación. Y sin necesidad de decir una palabra, Coeli N'Darune dejó claro que no había llegado a la capital como adorno. Había llegado como guerrera. Coeli detuvo su paso, justo al llegar frente a la fila de oficiales. Se inclinó con respeto hacia la Comandante Maika, luego giró levemente su rostro hacia Panthea, como si la hubiera sentido desde que bajó.

—Panthea Tialorai —dijo con voz suave—. Es un honor luchar a tu lado, mi nombre es Coeli N'Darune, capitana de las oceánidas de la región de Nyaheru perteneciente a la Armada del Abismo Azul, es un placer poder conocerla al igual que usted comandanta Maika.

Panthea alzó una ceja. ¿Cómo sabía quién era?

—Es un honor conocer a la hija de Nyaheru —hablo Maika—. Espero que sea de su agrado nuestra hospitalidad que le ofrecemos ya que ha llegado de tierras lejanas a la nuestra.




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