El escudo aún palpitaba sobre sus hombros, y cada segundo que lo mantenía unido sentía el peso del océano empujándole la espalda. Como si el mar quisiera aplastarla por osar desafiarlo. Pero no retrocedió. Porque esta batalla no era solo contra Vireth. Era contra el tiempo. Contra la muerte. Contra el caos. Y alguien tenía que resistir… aunque fuera sola. Los cañones de armería pesada retumbaban desde los acantilados. Sus estructuras colosales —mezcla de coral reforzado, acero negro y energía mareomágica— disparaban salvas luminosas que chispeaban como relámpagos bajo el agua. Cada impacto contra Vireth arrancaba trozos de su carne coralina, pero la criatura seguía gritando, alimentándose del dolor.
En tierra, las Oceánidas peleaban como torbellinos vivientes. Las Náyades, ensangrentadas, entonaban rezos de purificación mientras perforaban con dagas bendecidas los cuerpos hinchados de los engendros. Panthea, en el centro de todo, no miraba la batalla. No podía. Tenía ambas manos alzadas sobre la fisura de Arahina, como si sujetara el cielo mismo. La barrera temblaba en sus dedos, resbalando como seda rota. Sudor, sangre y energía quemaban sus palmas.
—Vamos... —murmuró entre dientes—. Sólo un poco más...
Y entonces, lo sintió. Un cambio en la marea. Desde la costa, emergieron nuevas criaturas —formas gigantescas de pulpo, con cuerpos traslúcidos y múltiples ojos que brillaban con odio. Uno de ellos alzaba un tentáculo armado como un arpón. Panthea giró justo a tiempo para ver cómo el tentáculo atravesaba la barrera incompleta, perforando a la Nereida a su lado. El cuerpo de la joven cayó al suelo, su escudo mareomágico desvaneciéndose como burbujas rotas. Y no fue la única. Tres más cayeron. El mar comenzaba a sangrar de nuevo.
—¡Vienen más! —gritó Panthea—. ¡No podremos detenerlos si no cerramos la grieta ya!
Su voz era una mezcla de desesperación y furia. Pero entonces, una voz familiar cortó el caos.
—No tienes que hacerlo tu sola.
Darel apareció junto a ella, empapado, con el uniforme rasgado, pero con los ojos firmes.
—Tú mantén la grieta estable —le ordeno—. Yo les daré el impulso.
—¿Qué…?
—Confía en mí.
Se volvió hacia las Nereidas sobrevivientes que aún entonaban cánticos dispersos.
—Todas —menciono calmado—. Sincronicen sus voces para estar en la misma sintonía —respiro profundamente—. ¡Usen el ritmo cardíaco de la barrera! ¡Canten al mismo tiempo! ¡UNA SOLA VOLUNTAD!
El miedo y el luto aún pesaban en los rostros de las Nereidas. Pero comenzaron a cantar. Una melodía antigua, aprendida desde niñas. Un canto de unidad, de océanos y luz, de madres y dioses perdidos. La barrera tembló. Luego brilló. Y finalmente… se cerró. Los abismales que avanzaban hacia la grieta se disolvieron como humo en sal, atrapados en medio de su transición. Panthea sintió cómo el mar retrocedía en sus manos, como si respirara por fin.
Saeko corría entre los escombros de coral y los cuerpos caídos. A su alrededor, solo quedaban cuatro Náyades con vida, ensangrentadas pero firmes. Una de ellas llevaba un relicario brillante, de forma esférica, sellado con anillos de plata desgastados. Una bomba mareomágica de vieja generación. Prohibida. Peligrosa. Letal.
—¿Funciona aún? —preguntó Saeko con voz calmada, mientras apretaba su katana con fuerza.
—Sólo si alguien la estabiliza con su energía vital. —respondió la más anciana, tosiendo sangre.
Saeko cerró los ojos por un segundo.
—Yo lo haré.
Se arrodilló sobre la bomba y colocó ambas manos sobre el sello central. Su aura de sanación envolvió la estructura como una flor de lirio, sagrada y suave. Los anillos se abrieron con un crujido. El artefacto comenzó a vibrar con un resplandor azul como el mar en calma antes de una tormenta.
—¡Ahora! —gritó—. ¡Coeli! ¡Leandro!
Desde una plataforma elevada, Coeli y Leandro se lanzaron al agua como flechas opuestas. Nadaron a través del campo de batalla, entre tentáculos, cadáveres flotantes y fragmentos de Vireth que aún chisporroteaban de corrupción. Coeli empuñaba su alabarda, abriendo paso entre los zarcillos. Leandro nadaba con su tridente por delante, canalizando energía estática para contener la criatura, atrayendo su atención con destellos eléctricos. Ambos convergieron bajo el cuerpo central de Vireth, justo donde una herida abierta palpitaba como un corazón enfermo.
—¡Aquí! —gritó Leandro, clavando su tridente como ancla.
Coeli sujetó la bomba que Saeko había estabilizado con sus manos, ya casi pálidas de tanto canalizar su energía vital. Con un empujón sincronizado, la incrustaron entre los tentáculos vivos. Un susurro recorrió el mar. Luego vino la explosión.
BOOM.
Un estallido de espuma luminosa surgió desde el fondo, iluminando todo Kaialoa con un destello verde y blanco. Vireth lanzó un grito desgarrador, no de furia, sino de extinción. Sus tentáculos se encogieron, sus ojos estallaron como burbujas. Su cuerpo se disolvió como tinta, flotando en el agua como un lamento olvidado. Los huevos abismales que aún se sostenían en las rocas revientan en chasquidos húmedos, dejando un hedor ácido en el aire. Los engendros restantes, sin madre, sin voluntad… colapsaron, derritiéndose en una espuma turbia. Silencio. Por primera vez, silencio real. La barrera de Arahina, aunque herida, permanecía en pie. Y los sobrevivientes, cubiertos de sal, sangre y barro, aún estaban allí.