La enfermería de campaña olía a sal seca, desinfectante y sangre reciente. Una mezcla punzante que se aferraba a la garganta como un recuerdo que no quería irse. Las lonas colgaban del techo como piel gastada, manchadas por barro, salitre y fragmentos de un día que nunca debió existir. Afuera, el rumor de voces era constante: médicos gritaban por más vendajes, soldados heridos se quejaban con dientes apretados, y el viento, aún cargado del yodo de la batalla, silbaba entre las estructuras improvisadas. Pero dentro de esa tienda, el tiempo parecía haberse detenido.
Panthea estaba sentada al borde de una camilla metálica, los pies firmes en el suelo, el cuerpo empapado y rígido. El uniforme de la Armada de la Ola Ardiente, negro con detalles rojos, estaba rasgado en varios puntos, pegado a su piel por la sangre seca que se mezclaba con el sudor. La herida en su costado latía con cada respiración como un tambor de advertencia, pero ella no parecía notarlo, o si lo hacía, lo ignoraba deliberadamente. Su látigo colgaba de su cinturón, flácido y sucio, como una extremidad dormida tras la masacre. Una enfermera se acercó con cautela, portando gasas limpias y una aguja en la mano. El temblor en su voz no era solo por respeto al rango.
—Teniente, debe acostarse... al menos dejar que terminemos de cerrar la herida.
Panthea no respondió. Solo la miró. No fue necesario más. La mirada de Panthea hablaba un idioma más antiguo que cualquier orden militar. Una advertencia nacida del abismo. La enfermera tragó saliva, bajó la vista y se retiró sin oponer palabra. Panthea quedó sola nuevamente, pero no realmente. Porque en su cabeza, no había silencio.
Había ecos. Gritos. Voces deformadas por el agua y la desesperación. La barrera se abre… ¡Defiendan la línea! ¡No bajen los escudos! ¡Retrocedan! ¡Retrocedan! Un chasquido húmedo. El sonido de carne siendo atravesada. El cuerpo de la Nereida a su lado desplomándose, aún con el canto en los labios, aún con esperanza en los ojos. Y sobre todo eso, otra voz… más antigua. Más baja. Más dolorosa. La voz de su madre. No abras los ojos, mi niña. No importa lo que escuches. No importa si gritan. Sobrevive. Panthea apretó los puños, clavando las uñas en sus palmas. La venda en su costado se manchó más. No por la herida, sino por su obstinación de seguir de pie cuando todo dentro de ella quería derrumbarse. Había aprendido desde pequeña que llorar no salvaba a nadie. Que el dolor debía tragarse como salmuera amarga. El aleteo de la lona sacudió el espacio. Alguien entró.
— Panthea…
La voz era baja, masculina, cansada… demasiado familiar. Darel Tharol. Su compañero. Su sombra persistente. Panthea no giró la cabeza.
— Te están buscando —le anunció— . No has pasado el chequeo completo —la miro con preocupación— . Los médicos están preocupados. Yo podría…
Nada. Ni un gesto. Ni un suspiro. Darel avanzó un paso. Su silueta se dibujaba nítida en el resplandor tenue que entraba por la abertura. Estaba cubierto de polvo, barro seco en las botas, y una nueva cicatriz rozándole la mandíbula. Aun así, su voz mantenía esa nota suave que usaba solo con ella.
— Sé que estás cansada —murmuro frustrado— .Pero necesitamos…
Entonces Panthea se giró. No para mirarlo. Sino para cerrar la cortina entre ellos. La lona se deslizó con un sonido áspero, sordo. Como una sentencia. Darel se quedó inmóvil unos segundos. El silencio de ella le dolía más que cualquier rechazo verbal. Por un momento pareció que iba a insistir. Que cruzaría la tela y la enfrentaría. Pero no lo hizo. En lugar de eso, bajó la cabeza, exhaló hondo… y se marchó.
Panthea permaneció de pie, con la respiración agitada y el corazón golpeándole el pecho como un tambor de guerra. No podía permitirse ceder. No ahora. No todavía. No mientras las voces siguieran resonando en su cabeza. El dolor de haber dado esa orden la carcomía, como todos le pedían seguir con los escudos, como ella les grito que lo bajarán, como perdieron sus vidas…pero debía de se responsable de sus acciones, se lo merecen sus compañeros caídos.
El cielo sobre Kaialoa seguía gris, cubierto por una bruma salina que no terminaba de disiparse. Aunque la tormenta había cesado, el aire aún olía a pólvora húmeda y cenizas marinas. El zumbido distante de maquinaria de limpieza y voces apagadas llenaban las calles, pero en los corredores cercanos al cuartel central, un extraño silencio flotaba, denso, como si la ciudad respirara solo por inercia. Panthea caminó sola. Sus botas resonaban sobre el pavimento de piedra, dejando huellas húmedas a su paso. La herida en su costado seguía abierta bajo las vendas, pero no se detuvo. No miró a nadie. Ni a los soldados que descansaban en bancos improvisados, ni a los cadetes que barrían escombros con los ojos perdidos. Todo en ella era línea recta: cabeza erguida, mirada fija. Como una flecha arrojada sin regreso.
La fortaleza de comando tenía un muro al oeste. Una pared de obsidiana negra pulida, tallada con nombres en filigrana plateada. Cada línea brillaba a la luz del amanecer como si respirara. Cada nombre era una historia truncada, un cuerpo que ya no volvería, una voz silenciada por el rugido del mar. Y esa mañana, el muro había crecido. Panthea se detuvo frente a él. No se movió durante largos segundos. El viento le removía el cabello aún húmedo. En sus sienes, el pulso latía fuerte, como si quisiera romperle la piel desde dentro. Los nombres eran frescos. Algunos apenas comenzaban a grabarse con el láser sagrado. Otros ya estaban completos. Una columna entera dedicada a las Nereidas caídas. Ella sabía cuántas habían muerto. Lo sabía por las listas. Lo sabía por los gritos. Lo sabía por el vacío que ahora se abría bajo sus pies como un abismo.