Capítulo 3
Llegamos abatidas.
El viaje fue largo y por ratos dormitábamos turnándonos el cabeceo de una en el hombro de la otra. Nos bajamos del tren y nuestra primera impresión nos dio ganas de regresarnos.
Nos pareció que todo el mundo iba mejor vestido que nosotras y aunque no había reparado en ello, en medio de la multitud nuestra apariencia gritaba que éramos unas simples pueblerinas sin el más mínimo asomo de buen vestir. Hasta nuestras maletas estaban pasadas de moda y todos deslizaban suaves sus equipajes de colores vivos y con cuatro útiles ruedas mientras las nuestras parecían sacadas de la utilería de un antiguo teatro.
—Uff…Antonella. Me siento perdida en este lugar. ¡Que mucha gente y todos deprisa! Ni siquiera nos miran…—observó mi querida hermana con tanta inocencia que me dio pena tener que hablarle con crudeza.
—No hay que quejarse, Rose. Es lo mejor que puede pasarnos. Estamos en nuestro peor momento y será mejor que nadie nos mire. No necesitamos gente que nos tome lástima. Ya verás que vamos a sobrevivir...—le dije tanto para animarla como para darme ánimo propio. Lo necesitábamos.
Busqué información sobre residencias, pensiones y apartamentos disponibles para renta y que tuviera acomodo para dos chicas previo a nuestra llegada. No me sorprendió que los precios estuvieran fuera de nuestro alcance. Pero había encontrado una pequeña hospedería que aceptaba arriendo a largo plazo y tenía anotada la dirección. Tomamos un taxi al que me dolió pagarle porque cada centavo que salía de nuestro dinero lo cuidábamos como tesoro y era imprescindible hacerlo rendir.
Al fin llegamos.
El señor cincuentón que nos atendió en el vestíbulo fue un tanto rudo y cortante al informarnos que no tenía espacios disponibles. Miraba nuestra vestimenta y las humildes maletas y supe que nos prejuzgaba. Yo insistí. En parte porque era urgente conseguir donde quedarnos y en otra parte porque ya tenía decidido que esta ciudad no nos comería vivas, íbamos a conquistarla. No pensaba rendirme tan fácil y tampoco era que teníamos muchas opciones. Ninguna, a decir verdad.
—Comprenda, señor…necesitamos donde quedarnos —imploré porque todo es válido cuando se está en una situación desesperada.
Como no logré nada por medio de la insistencia, saqué una parte del dinero y se la mostré. Rose me sujetaba del brazo, creo que temía que yo fuera a dejar salir a la fiera que habita en mí y me fuera desbocada a insultarlo. Mi hermana es el justo balance que necesito para no exacerbarme.
Cuando vio el dinero su actitud cambió.
—Ustedes dispensen, no es que yo pensara que no podrían pagarme…—se disculpó.
¡Ja! ¡Claro que lo pensaba! ¡Seremos pueblerinas pero no tontas!
—¿Y bueno…¿que tal? ¿Hay un lugar para nosotras o no? —pregunté y me planté a esperar respuesta.
—No les miento. Este lugar está lleno. Comprendan que el alquiler es económico y eso es precisamente lo que todos buscan. Cuando la gente consigue un espacio aquí, no lo sueltan. Además, es un buen lugar, tenemos seguridad, incluimos algunos muebles y utilidades…
Lo corté en seco.
—No me haga tanta propaganda si no tiene nada que ofrecernos —le respondí tajante porque no veía el caso de tanta palabrería sobre las bondades del lugar si no tenía espacio para nosotras.
Rose me codeó con discreción y con los dientes apretados me decía que me contuviera, que el caballero parecía que había cambiado de parecer e iba a ofrecernos algo.
—Como les decía, aquí no hay vacantes. Pero tengo un pequeño apartamento en la parte baja de mi casa que está desocupado y creo puede servirles. Aquí está la dirección, mi señora está en la casa y puede atenderles. Ya la telefonearé para avisarle…¿Les interesa? —ofreció con harto interés.
¡Claro que nos interesaba! Era eso o la calle.
Nos entregó la dirección que resultó no muy lejos de allí, a tal punto que preferimos irnos a pie antes que gastar un centavo más en transportación. Llegamos cansadas pero quedamos satisfechas con el lugar, era justo lo que necesitamos. Además, la esposa resultó ser una persona amable y bondadosa, no tenía el aspecto interesado y codicioso del marido.
—Mi nombre es Margot, para servirles. Aquí estarán bien. Ustedes lucen como buenas muchachas y a mí me hará bien la compañía. Me la paso sola sin otro quehacer que no sea la cocina.
En cuanto cerró la puerta y nos dejó a solas, nos dispusimos a acomodar nuestras cosas. Era tan poco lo que llevábamos que la tarea nos tomó poco tiempo. Estábamos satisfechas con nuestro primer día. Dos pequeñas camas, un baño, una cocinita en la esquina y un par de lámparas ¿Necesitábamos algo más? No, aquello era suficiente.
Habíamos llegado a una ciudad que nunca habíamos pisado pero en la cual comenzaríamos una nueva vida. Nos quedamos platicando sobre lo que haríamos el próximo día. Me interesaba que Rose consiguiera comenzar a estudiar alguna carrera universitaria o tomara algún curso profesional para que no tuviera que resignarse a ser una simple camarera como lo había sido yo hasta entonces. Por mi parte, me dedicaría a conseguir algún empleo. Teníamos que sobrevivir y ganas de trabajar no me faltaban. Pero sobre todos aquellos planes, lo más que me interesaba era dar con mi objetivo: el paradero de Augusta Lafayette. Tenía la corazonada que lo iba a lograr pronto y a mí la intuición nunca me fallaba.
Aquella primera noche me costó conciliar el sueño. Los pensamientos sobre nuestro incierto futuro en aquella ciudad me atacaron por la noche. Rose dormía en la pequeña cama contigua a la mía mientras mi mente cavilaba todo lo que teníamos por delante. Traté de enfocarme en lo positivo para no sucumbir a la derrota. Al menos estábamos juntas, teníamos un techo sobre nuestras cabezas y disponíamos de un poco de dinero para aguantar hasta que consiguiera un empleo. Entonces concluí que nada de eso era lo que me causaba zozobra. Lo que me imposibilitaba dormir era la misión que tenía como meta a cumplir. Aquella sed de venganza me iba consumiendo y a la vez iba aniquilando la chica noble y despreocupada que fui alguna vez. Me angustiaba más de lo que admitía pero, por extraño que pareciera, también era como combustible para luchar. Un fuego siempre encendido.