La Esposa Cruel

Capítulo 21

Capítulo 21

 

—Madre…¿Qué sucede? —interrumpió Giancarlo al escuchar el tono rudo de Augusta al hablarme.

Yo quedé impávida. Incapaz de articular palabra y viendo horrorizada como descubría mi identidad. No del todo, pero lo suficiente para hacerla dudar de mí. No sé qué estaría pasando por su cabeza pero fuera lo que fuera, maquinó una salida rápida.

—No sucede nada, hijo. Estoy un poco nerviosa, eso es todo  —dijo con voz dulce volviéndose a transformar en un instante en la misma Augusta que había sido.

Yo estaba allí pero me sentía más una espectadora que protagonista de lo que sucedía. Quería pensar que aquello no sucedió y que, en efecto, solo era producto de mi imaginación.

Se acercó con sigilo y cada paso que dio me pareció una eternidad.

Augusta toma entonces la palabra. 

—Quiero entregarle a Antonella este regalo como un presente de bienvenida a nuestra familia. Es algo de gran valor sentimental y con mucha historia. Algún día te la contaré… —dijo serena.

Acto seguido, depositó la hermosa caja en mis manos y me estampó un beso en la mejilla que  sentí como fuego.

Tomé la caja con recelo. Intenté adivinar su contenido pero nada se me ocurría. Los invitados tenían sus miradas puestas en mí y en aquel obsequio, esperaban impacientes ver de qué se trataba.

Deshice el lazo y al abrir la envoltura apareció el hermoso collar de diamantes y esmeraldas que ya me era familiar, el mismo que quien es ahora mi suegra llevaba en aquella vieja fotografía cuando la vi por primera vez.

Todos los presentes hicieron gestos de admiración ante el despliegue de semejante joya. Creo que muchos dedujeron que las palabras de Augusta se referían a que había sido mandado a hacer para que combinara con el brazalete que llevaba en ese momento. ¡Qué lejos estaban de la verdadera historia!

—Mi amor, es hermoso…déjame ponértelo —ofreció Giancarlo ante la mirada imperturbable de su madre y los aplausos de aprobación de los invitados. Yo notaba  que aun a la distancia los ojos de Augusta permanecían clavados en mi brazalete.

Di las gracias con decoro, sometiéndome a la farsa que significaba recibir aquel regalo. Me puse de espaldas y levanté mi cabello para que él pudiera asegurar el cierre. Cuando me volteé, debió lucir hermoso en mi cuello porque todos hacían gestos de admiración. Me sentía pequeñita, hubiera deseado no haber recibido aquel regalo que ya me quedaba claro ella se arrepentía de obsequiarme. No obstante, cada cual siguió en su papel, ninguna de las dos tuvimos el valor de admitir lo obvio. Algo no encajaba y aunque todavía no sabía cuál era, existía historia entre nosotras.

La fiesta continúo su curso. Llegó la parte del brindis, de las fotografías, de saludar mesa por mesa, el baile del vals, el servicio de la comida, todas esas cosas que suceden en la celebración de bodas que en este caso sería inolvidables pero por las razones equivocadas.

Nos despedimos cuando todavía la fiesta estaba en su esplendor. Rose se arrojó a mis brazos impulsada por la mezcla de alegría y temor que la consumía. Me conmovió separarme de ella por primera vez en nuestras vidas y antes de irme, le dejé bien encargado a Margot que estuviera siempre al pendiente.

—Sé feliz, Antonella. No permitas que un pasado que no te pertenece te alcance —me dijo entre amagues de sollozo.

Nos fuimos de allí a un destino desconocido. Giancarlo me tenía guardado el lugar donde pasaríamos nuestra luna de miel. Ni siquiera me interesó preguntar porque sabía que con él sería feliz en cualquier sitio.

Subimos a la limosina que nos llevaría al aeropuerto. Volteamos para despedirnos con la mano de todos los presentes que salieron a acompañarnos hasta la partida. Salimos de allí eufóricos por tantas emociones vividas. Cuando volví a mirar instantes después, ya la gente se iba despejando y regresando al salón. Solo quedó la figura austera de Augusta observando en silencio, su silueta se fue empequeñeciendo a la distancia hasta que llegó el momento que no se vio más.

Me propuse sacar de mi mente todo mal pensamiento. Existía un mundo de posibilidades sobre lo que pasaría a nuestro regreso pero en ese momento todo dejó de importarme. Me concentré en disfrutar mis primeros días con Giancarlo y en forjar los cimientos de nuestro matrimonio. Tal vez me equivoqué de familia pero no de esposo. Estaba segura. Giancarlo era el hombre que cualquier mujer desearía tener y nos amábamos. Con ese pensamiento en mente me sentía invencible, capaz, segura. Ningún mal podría alcanzarme.

No fue hasta llegar al aeropuerto que supe que íbamos a  Roma. Era la primera vez que volaba en avión y al llegar quedé maravillada con la belleza de la ciudad. ¡Quién hubiera imaginado que una chica como yo que apenas había salido de un pueblito ahora caminaba por calles romanas! Me enteré que es la ciudad favorita de Giancarlo y que la conoce muy bien. Incluso, sus ancestros provienen de esta ciudad. Miré extasiada el paisaje a través de la ventana del taxi que nos conducía a donde pasaríamos nuestra luna de miel. Cada escena me parecía más maravillosa que la anterior. Un despliegue de arquitectura fascinante, un vocerío de una agradable lengua que no conocía y de la que apenas capturé pequeños retazos.

Llegamos a una villa impresionante. Solo había visto algo parecido en televisión, hasta dudaba que fueran reales. Traté de contenerme, de no actuar como una niñita que han dejado sola en una juguetería, pero era difícil. Mi mundo era muy distinto a lo que ahora vivía y pienso que todo, por muy exquisito que sea, requiere de costumbre.

Estaba extenuada. Me tomó darme un buen baño para quitarme un poco la modorra y ponerme cómoda. Giancarlo esperaba ansioso por mí pero mi inexperiencia me hacía titubear. Ya era su esposa, pero no estaba habituada a estas cosas. Él me notó tímida y vacilante. Se acercó despacio y tomó mi rostro entre sus manos. Retiró mi cabello acomodándolo tras mis orejas en un gesto tierno y con la voz en un susurro me dijo:




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