La Esposa Cruel

Capítulo 25

Capítulo 25

 

— ¿Hablas en serio? ¿Augusta los vio? —pregunté espantada, sin querer aceptar la veracidad de ese hecho.

—Sí, mi niña. Es mejor que lo sepas todo tal y como fue. Así podrás comprender a la Augusta. Y no es que me caiga bien, es que es mejor tener toda la historia para poder juzgar.

Tenía que aceptar, muy a mi pesar, que tenía razón. Era mejor saber y este trago amargo quería pasarlo pronto.

—Sigue, no te detengas. Quizás esta será la única oportunidad que tendremos de hablarlo sin que nos interrumpan —.

El camino al mercado se me hizo eterno pero por primera vez Mamá Abuela no se detuvo en asuntos innecesarios y fue al grano.

—La Augusta ya parece que se lo sospechaba porque estuvo buscando frenética a Consuelo por toda la casa. Como te podrás imaginar, dejó el cuarto del joven Felipe para último. Imagino que tenía esperanzas de que no estuviera allí…pero no fue así.

Siento que el corazón se me acelera imaginando la escena. Ella continua firme en su relato sin que la voz le temblara para describir lo que sucedió.

—Se formó una algarabía. Los gritos de la Augusta se escucharon por toda la casa. Eran de tal magnitud que todo salimos corriendo a ver qué pasó. Fue terrible, mi niña. El joven Felipe estaba pálido, blanco con un papel. Se cubría desesperado con las sabanas intentando dar alguna explicación pero Augusta no se le permitía. Los alaridos retumbaban hasta la calle… ¡Qué horror!

— ¿Y mi madre? ¿Qué paso con mi madre? —.

Mamá Abuela parece pensarlo bien antes de contestar. Tengo la certeza que lo que va a decir no me va a gustar pero de cierta forma ya me voy acostumbrando.

—Consuelo sonreía. Parecía que no le importaba haber sido descubierta…Los patrones la echaron ese mismo día y ya nunca más la volví a ver.

Aquello me cayó como un balde de agua fría. No podía siquiera imaginar el momento. Aquella no era la mujer que yo conocí. La madre buena, dulce, abnegada que tuve. La que jamás se fijó en ningún otro hombre y prefirió pasar penurias antes de aceptar la compañía o la seguridad que un marido pudiera ofrecerle. Veneró el recuerdo de mi padre con infinita devoción. Yo misma había sido testigo de cómo rechazaba los avances de cualquier caballero que se acercara y como negaba tajante cuando incluso llegué a sugerirle que reanudara su vida y se diera otra oportunidad.

Me quedé absorta en los recuerdos.

—Niña… ¿Qué le pasa? —preguntó Mama Abuela al notarme pensativa.

Salí de mi letargo.

—Estaba tratando de imaginar a esa mujer que usted describe y poniéndola en el cuerpo de mí madre…pero no puedo. Parece que me hablara de otra persona, una muy distinta a la que yo conocí. Pero no perdamos tiempo, siga contándome.

—Después de eso, los patrones enviaron al joven Felipe a Nueva York, a trabajar en los negocios que tenían por allá. Me daba pena el joven, ¿sabe? Es que se veía  que sufría, estaba muy arrepentido y avergonzado.

— ¿Qué paso con ella?

—La Augusta se les hizo difícil. Quedó amargada y deprimida. Estaba siempre de mal carácter, por todo protestaba y nada la hacía feliz. Hubo días enteros que no salía de su recámara y se negaba a comer. Daba tristeza verla así.  

Me contó que poco tiempo después llegó a la casa un joven llamado Sergio. Parecía que los padres lo trajeron para ver si lograban ilusionar a Augusta y la movida surtió efecto. En pocos meses ya anunciaron la boda.  Mamá Abuela me contó que era claro un despecho pero fuera como fuera, se casaron y al poco tiempo nació Giancarlo. Ella se había convertido en una mujer huraña, todo le molestaba. Ni siquiera el niño parecía hacerla feliz.

Mientras ella hablaba yo iba sacando cálculos. Según mis conclusiones, yo no era hija de Felipe porque ya el tiempo había pasado y todavía no nacía. No quise interrumpir en ningún momento pero estaba ansiosa esperando el desenlace de la historia.

Siguió relatándome que Felipe se quedó en Nueva York varios años. Se había convertido en un gran empresario, creador de joyas exclusivas y manejaba los negocios Lafayette de la ciudad. Un día regreso y se encontró a Augusta ya casada con un buen hombre y con el pequeño Giancarlo. Dice que recordaba claramente el día de su llegada.

—En especial, recuerdo la mirada que se cruzaron. Fue triste y nostálgica. A la Augusta se le llenaron los ojos de lágrimas. A mí también, niña. No lo pude evitar. ¡Tanto amor perdido entre ellos!

Tengo sentimientos contrapuestos al escuchar esta historia. Es inevitable la sensación contradictoria que se me asienta en el pecho. Es entonces cuando mi mamá vuelve a entrar en escena.

—Tu madre de alguna manera se enteró del regreso de Felipe y apareció nuevamente en su vida. Cuando Augusta lo supo, se encendió nuevamente su furia. Se puso rabiosa, lanzaba cosas al suelo, estaba irascible. Pareciera que sentía que otra vez se lo quería arrebatar. El asunto fue que abandonó al niño y a su marido y se escapó con Felipe —.

— ¿Qué dices? ¡No lo puedo creer! —exclamé espontánea y atónita.

Era absurdo lo que escuchaba. Sentí un pavor recorrerme todo el cuerpo.

—Se formó un escándalo mayúsculo. No se puede usted imaginar. Pero le diré que aquello no duró mucho y la Augusta regresó a la casa…solo que no regresó sola. ¡Estaba embarazada! —.

En este punto, ya no creo poder soportar más. La historia sigue empeorándose.

—El señor Sergio al principio la rechazó pero ya luego poco a poco se fueron arreglando y la perdonó —.

— ¿Por qué regresó? — pregunté.

— ¡Vaya usted a saber! Nunca supimos. Además, cuando nació la niña ella estaba muy feliz. Mucho más que con el niño Giancarlo a quien apenas atendía. Yo me encargaba del pobrecito. Era algo que se notaba —.

—Giancarlo me contó que esa niña murió. ¿Es cierto? —.

—Así mismo fue. Ese angelito apenas vivió unas semanas. Ahí fue cuando Augusta jamás volvió a sonreír. Cayó en un estado caótico, devastada. Se convirtió en una persona hostil y malhumorada para siempre. Creo que nunca lo ha superado.  Es que fue muy fuerte…usted comprenderá.




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