Capítulo 27
Ese día no me fui.
Pasaron las semanas y comenzamos a sentirnos como dos extraños. En ocasiones nos tropezábamos en alguna parte de la casa y apenas cruzábamos la mirada. Nuestro matrimonio moría apenas comenzado. La angustia era constante. No tener a quien acudir me devastaba. Augusta me perseguía, intentaba controlar cada uno de mis movimientos y luego cambiaba su proceder en cuanto llegaba Giancarlo. Ni siquiera envolverme en los asuntos de trabajo era un escape porque con frecuencia solía aparecerse por allí. Muchas veces a hacerle plática amable a Sophia solo por mortificarme.
Había perdido el interés en todo porque una sola cosa ocupaba mi mente y desenmarañar la historia se convirtió en mi único interés. Me negaba a llevar vida marital por temor a embarazarme y Giancarlo dejó de buscarme también en ese sentido. Ya no éramos sino dos extraños habitando bajo un mismo techo.
Hasta que no pude más.
—Me voy al pueblo. Necesito tiempo para pensar. Hay cosas que no sabes y que no te podría decir porque yo misma tampoco las sé. Pero voy a aclarar todo y volveré —.
Mi anuncio lo tomó desprevenido.
— ¡No lo hagas! No me dejes así…estamos comenzando nuestra vida juntos…no seas cruel —.
Quería decirme algo más, lo noté en la expresión de su cara. Pude sentir como cavilaba un pensamiento, como intentando sopesar bien las palabras que me diría.
En aquel instante, el rencor pareció dominarlo. Me tomó brusco por los hombros sacudiéndome con enfado.
—Si te vas, te cerraré las puertas. ¡No te voy a soportar malcriadeces! Si te marchas, no intentes regresar nunca jamás porque no estaré para esperarte —.
Me quedé mirándole fijo. Era descorazonador escuchar esas palabras de la boca del hombre que amaba. Me sentía en una poderosa disyuntiva. Su madre por un lado que con su actitud insolente me colmaba la paciencia, el misterio que siempre rodeó la existencia de mi padre y que no lograba encontrarle respuesta y mi palabra empeñada al hacer un juramento de venganza.
Nada me detendría, ni siquiera la amenaza de Giancarlo.
Al salir, escuché a lo lejos la voz de Augusta y aunque agudicé mis oídos no pude discernir sus palabras. Puedo suponer que se sentía feliz de ver salir de su vida a la hija de su antigua rival, a la persona que simbolizaba todo lo que le hizo daño en el pasado. Su rencor por mi madre me fue traspasado con la misma intensidad con la que alguna vez amó a mi padre porque el amor y el odio son tan solo distintos tonos del mismo color.
Me fui de la casa movida por la desesperación y con los ojos ciegos de lágrimas. Lloré todo el camino de regreso al pueblo y me costaba creer que tuviera tantas lágrimas en mi interior.
Era media tarde cuando llegué al pueblo.
Me sacudió el hecho de verlo todo igual y a la vez tan diferente. Ya sus calles habían dejado de significarme lo que antes pero cada esquina me recordaba alguna experiencia vivida. Yo tampoco era igual. Me fui de allí con un gran dolor y una desvencijada maleta en la mano. Ahora regresaba manejando mi propio auto y con dinero, pero acaso más infeliz que el día que me fui.
Me registré en el único hotel que había y habiendo soltado el equipaje me dirigí a la casa de nuestra antigua vecina Mireya, tal vez la única amiga que le conocí a mi madre.
— ¡Antonella! ¡Qué gusto verte! ¿Dónde está Rose? —.
Mireya era de la misma edad de mi madre y siempre cargaba una sonrisa en el rostro. La recuerdo como nuestra vecina desde siempre. Es un ser dotado del don de la amistad y la solidaridad y por eso puedo entender que fuera la única persona que logró entablar amistad con mi madre.
La saludé contenta. Se siente bien ser bienvenida a un lugar sabiendo que es sincero el cariño y es honesto el abrazo. Le expliqué que Rose no pudo acompañarme porque se encuentra en medio de exámenes y cursos de la universidad y se alegró con solo saber estaba estudiando.
—Ella siempre fue muy estudiosa. Me alegro que lo haya logrado. Consuelo estaría muy orgullosa.
Luego de hacerle un breve recuento de nuestra vida en la ciudad, se sorprendió de saberme casada y con tantas dificultades.
—Lo lamento muchísimo, Antonellita…—.
Le agradecí la empatía y no lo pensé demasiado para explicarle la razón de mi regreso. A estas alturas ya no valía la pena guardar apariencias ni tener escrúpulos para pedir ayuda. Intenté hacerle recordar.
— ¿Alguna vez supiste de un brazalete de brillantes que mamá conservaba? —pregunté.
— ¿El de esmeraldas? Me lo contó una vez…nunca lo llegué a ver pero siempre que la veía en apuros le decía que lo vendiera y saliera de problemas. Pero nunca lo hizo…era terca tu madre. —afirmó con una leve inflexión de voz.
— ¿Sabes algo más de esa joya? Por favor, trata de recordar…es importante para mí. —.
Se quedó pensativa y ladeó la cabeza como haciendo esfuerzo en recuperar alguna memoria. Luego de unos breves segundos, añadió:
—Recuerdo su respuesta era siempre que la joya no era suya, que por eso no podía disponer de ella —respondió con seguridad.
— ¿Sabes tú de quién era? —.
—Nunca me habló claro sobre eso, ya sabes que era muy reservada con sus cosas…pero recuerdo que una vez me dijo que la joya era lo único que le quedaba de tu padre, el señor Felipe. Me daba la impresión que algo tenía que ver la Augusta aquella que ella tanto mencionaba con desprecio. Pero no me aclaraba nada y no quería insistir —.
Me gustó escuchar que mencionaba a mi padre. Era ella quizás la única persona que podría hablarme de él así que no perdí tiempo en preguntar.
— ¿Conociste a mi padre? ¿Cómo era? No sé nada de él…—la ansiedad de saber algo ya me comenzaba a subir por los pies hasta asentarse en el tope de mi cabeza.
—No puedo creer que Consuelo nunca te haya contado nada… ¿No tienes ni una foto? —.