La Esposa Cruel

Capítulo 29

 

Capítulo 29

 

Casi me desmayo del susto.

De todas las personas que hubiera esperado ver, Augusta era la última. Su presencia allí se sentía fuera de lugar, estaba en un sitio al que no pertenecía. Era como encontrarse una planta floreciendo sobre el duro concreto.

—Necesito hablar contigo, por favor —fue su escueto saludo.

Pasada la sorpresa inicial, me llamó la atención el suave tono de sus palabras. Se escuchaba como un pedido y no como una exigencia, que era lo habitual en ella. En tan solo un instante, en una brevedad insólita, pude reparar en otros detalles que no me pasaron desapercibidos. Su rostro se notaba apacible, sin el ceño fruncido ni la expresión molesta de siempre. Hasta me parecía distinta su mirada, ya no altiva ni soberbia. Algo extraño se sentía en la atmósfera y por un segundo llegué a pensar que ésta no era la misma Augusta que yo conocía.  

De todas formas, no bajé la guardia. Bien sabía yo que el diablo antes fue ángel y todavía se podía disfrazar de uno. No le haría un desaire rechazando la conversación pero luego de barajear bien mis cartas, le pedí que subiera al auto y habláramos dentro. Accedió sin titubeos.

Encendí el motor del auto e hice girar el botón el acondicionador de aire. Estábamos en pleno verano y el calor era sofocante e incómodo, tanto o más que la situación en que nos encontrábamos.

—Usted dirá…—dije ofreciéndole la oportunidad de explicar su presencia.

No habló con prisas, parecía estar eligiendo bien las palabras. Ciertamente, escogió las que yo menos esperaba.

—Vengo en son de paz, quiero ofrecerte una disculpa —musitó, casi ininteligible. Se notaba el enorme esfuerzo que le requería pronunciarlas. Si no fuera porque me encontraba sentada, hubiera caído redonda al suelo. Me había preparado para un reproche, un insulto, una amenaza. Cualquier cosa menos para un pedido de disculpa. Oírlo me desarmó.

— ¿A qué exactamente debo esta disculpa? ¿A sus insultos a la memoria de mi madre? ¿A la hipocresía que me demuestra cuando Giancarlo se encuentra cerca y puede verla y oírle? ¿Al hostigamiento del que soy victima? ¿O quizás será a su mandato de embarazarme a su gusto y con exigencia de género? Créame cuando le digo que no lo tengo claro.

Contrario a lo que hubiera esperado, no ripostó nada de lo dicho, ni siquiera el tono irónico que utilicé pareció perturbarla.

—Comprendo todo lo que has dicho, no puedo refutar nada. Nuevamente te ruego, que aceptes mis disculpas —repitió.

No terminaba de convencerme. No iba a absolver tan fácilmente una conducta que me hacía  sufrir y estaba arruinando mi matrimonio. Decidí entonces dejar de lado el tono acusador e intenté adentrarme en su intenciones, en lo que fuera que la estaba motivando. Me era en extremo difícil creer en un cambio tan súbito de la noche a la mañana. No creo en arrepentimientos que llegan de la nada.

—Discúlpeme, pero esto es muy sospechoso. Hasta hace tan solo unos días, yo era la indeseable, una paria de la sociedad, la hija de la peor mujer del mundo, indigna de pertenecer a su familia.

Otra vez el silencio y la pausa fue su primera respuesta. Aquella calma me desquiciaba. Creo que me había acostumbrado tanto a sus modos bruscos y altaneros que no la podía concebir de otra manera.

—Te contaré las cosas que no sabes para que puedas entender mejor... ¿Has regresado a tu pueblo para eso, no? Pues estas buscando la historia en los lugares equivocados. Las respuestas están en mí. Te las voy a decir para acabar con esto de una buena vez —afirmó con tranquilidad.

—La escucho…—.

Augusta se acomodó en el asiento. Se veía serena. Su mirada se paseaba tranquila por los alrededores.

—Estoy segura que Mamá Abuela te ha contado una parte y que en tus averiguaciones habrás deducido otras así que como desconozco que sabes y que no, prefiero me preguntes y te responderé con toda verdad —propuso.

Esto era justo lo que yo estaba buscando, casi no podía creer que la oportunidad había llegado, mucho menos que vendría de su boca. Comencé por lo que más me intrigaba.

— ¿Qué tienen que ver las joyas en esta historia de mi madre y usted? ¿Por qué ella tenía una parte y usted la otra?  —asesté de golpe.

Su rostro dibujó una sonrisa a medias, como de añoranza.

—Tu padre Felipe fue también el padre de mi hija, quien nació antes que tú. Imagino que sabes que era un gran joyero, que creaba verdaderas obras de arte y que manejaba los negocios de nuestros padres en Nueva York…porque debo asumir que ya sabes que éramos hermanos de crianza.

—Lo sé…—.

—Cuando mi hija nació ya no estábamos juntos. Todo había terminado entre nosotros.

Mi esposo Sergio reconoció la niña como suya y la amaba como tal. Pero Felipe siempre se negó a renunciar a ella. Me rogó que siempre le dijera a la niña que él era su verdadero padre pero yo me negué. Un día apareció con un regalo especial para ella. Con sus propias manos creó aquellas joyas y me suplicó que le fueran entregadas el día de su boda. Las acepté y prometí cumplir —.

Augusta hace una pausa en la que mantengo silencio porque temo que vaya a perder la concentración en el hilo de la historia. Luego prosigue.

—Poco después me enteré que estaba con tu madre y, peor aún, que también había concebido una hija con ella. Me llené de celos y rabia. Todavía lo amaba y me dolía saberlo con ella. Tal vez con otra mujer lo hubiera aceptado, pero no con ella. Fue así como en medio de un ataque de ira, tomé las joyas y llegué hasta la casa —.

Gira la vista alrededor y señala el lugar con gran precisión. Ahora su mente parece divagarle por los senderos del antaño, quizá reviviendo todo lo que contaba. Sentí temor de que cambiara de opinión y no terminase el relato y la amonesté hacerlo.

—Le ruego que continúe —.




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