Capítulo 30
Mireya se asomó asombrada.
— ¿Todavía estas aquí? Pensé que te habías…. —no terminó de hablar porque su vista tropezó con Augusta y enmudeció. No sé si la reconocería pero el solo darse cuenta que yo seguía allí acompañada de otra persona le causó una gran impresión.
—No te preocupes…ya me marcho —dije a modo de despedida y luego le hice una señal de que la llamaría después con lo que se tranquilizó.
—Si estas de regreso a la casa, puedo ir contigo. He llegado en taxi y prefiero no tomar otro…manejan como locos…—fue la manera que Augusta me pidió que regresáramos juntas y me pareció adecuada la oportunidad para continuar la charla.
Noté como ella deseaba hablar tanto como yo quería escuchar. Así que le permití irse en la conversación por el camino que quisiera.
—Mi hija murió siendo todavía muy pequeña. Los médicos nunca dieron con un diagnóstico certero, fue una muerte súbita…la encontré sin vida en su cuna. No te imaginas lo espantoso que fue. Luego me enteré que es un síndrome mucho más común de lo que la gente pueda suponer. A mí no me interesaron las estadísticas ni tasas de mortalidad infantil que me dieron los médicos…no quería escuchar nada. Estaba devastada. Mi Antonella no solo era mi hija sino que era hija de mi único amor, el lazo que pensé nos ataría por siempre, el consuelo por aquel amor perdido…—subraya con devoción, casi delirio.
Mientras espero en el cambio de luz volteo breve el rostro para observar el suyo. Es la viva imagen del dolor y la perdida. Podré detestar a esta mujer pero respeto profundamente su duelo y no paso juicio sobre ella. Ha de ser un martirio vivir con la pena de perder un hijo, suficiente castigo según lo pienso.
—Entonces me encerré en mi dolor. No permití que nadie se acercara demasiado y pudiera ver lo que sufría. Me puse una coraza fuerte, infranqueable. Sentía que todo lo que amaba, a la larga lo perdía y ese razonamiento me hizo alejarme, ensimismarme de tal forma que hasta la relación con mis padres ya ancianos, mi marido que siempre fue un hombre ejemplar y el propio Giancarlo que era apenas un niño, sufrieron por mi carácter — concluyó con introspección.
—Me alejé de todo y enfoqué mis energías en el trabajo y el negocio. Cuando vine a darme cuenta ya Giancarlo era un hombre y era toda la familia que me quedaba. El día que me anunció su boda contigo, decidí que era el momento de otra oportunidad. Tenía demasiado tiempo perdido en odios y amarguras. Veía en su matrimonio un nuevo comienzo y me propuse ser la madre que nunca fui para él, querer a su esposa, amar a sus hijos. ¡Estaba muy feliz!...pero todo se vino abajo cuando descubrí quien eras. Para mí fue como una burla del destino…—.
—No tengo la culpa de ser quien soy, nadie elige a sus padres…—.
Mis palabras recibieron silencio por respuesta. Se quedó observando el paisaje a través de la ventana, perdida en sus propios pensamientos. Ni siquiera estoy segura si me escuchó.
— ¿Puedo entonces concluir que su deseo de tener una nieta se debe a que quería sustituir a la niña que perdió? Discúlpeme, pero si es así, es irracional —enfaticé serena pero firme.
—Has concluido bien. Nada me haría más feliz pero entiendo que es un pedido ilógico…
—Exigencia absurda, yo diría —refuté.
Estuvimos un tiempo sin hablarnos. Yo iba concentrada analizando todo lo que me había confesado y ella iba en absoluto silencio. Me parecía que la persona que tenía a mi lado era una extraña, una mujer totalmente opuesta a la que antes conocí. Cuando no faltaba mucho por llegar a la casa, le hice una última pregunta.
— ¿Por qué? ¿Qué ha sucedido que la ha hecho dar este cambio tan grande que hasta fue a buscarme al pueblo? —pregunté.
Sentí que tragó. Ahora su rostro era aún más sombrío que nunca.
—No me queda mucho de vida. El médico me ha confirmado que tengo una sentencia de muerte —respondió tan tranquila que me pareció irreal. No me atreví a indagar más pero esperé ansiosa a que me diera más detalles. Fue en vano. Luego de esa confesión no dijo nada más y ya no me atreví a preguntar.
Llegamos a la casa cansadas. Fue una travesía dura y llena de verdades crudas, capaces de desplomar al más fuerte. Por contradictorio que parezca, también un gran alivio. Ahora tenía las herramientas para labrar mi futuro, ahora comprendía que no todo es lo que parece y que el amor no solo es hermoso sino que también en su nombre ocurren y se toman las más terribles decisiones.
Mamá Abuela me recibió con tanta felicidad que se me salieron las lágrimas. Me envolvió en un abrazo eterno y no quería soltarme. Me acomodé en su pecho como quien abraza a una madre, con una tibieza semejante. Luego llegué a mi recámara. Tiré el equipaje a un lado, me deshice de los zapatos en una esquina y me lancé extenuada sobre mi cama. ¡Qué bien me hizo sentir el aroma en las sábanas! Aspiré su perfume que me recordaron a él y sentía que todo se recomponía. Pronto llegaría mi marido del trabajo y lo esperaba ansiosa.
No me di cuenta cuando me quedé dormida pero desperté felizmente aturdida al verlo. Estaba parado al pie de la cama. Mi sonrisa pronto se deshizo cuando escuché su voz airada y retumbando como trueno. Con un rostro severo e implacable me cuestionó sin miramientos:
— ¿Qué diablos haces aquí? —.
Quedé en pie de un brinco. Me asusté cuando vi la furia reflejada en su rostro, en el movimiento de sus manos que parecía contener para no agarrarme y sacarme a la fuerza. La ira le recorría todo su ser. De sus ojos emanaban una chispa encendida de coraje. Estaba transformado por completo, nunca antes lo había visto así.
—He regresado…también he hablado con tu madre y quiero contártelo todo —atiné a decir.
Aquellas palabras parecieron enfurecerlo todavía más.
— ¿Contarme todo dices? ¿Ahora quieres contarme todo? —vociferó casi escupiendo las palabras.