La Esposa Cruel

Capítulo 33

Capítulo 33

 

Saliendo temprano de la casa me encontré a Giancarlo durmiendo en el sofá de la sala.

Crucé hasta la puerta despacio y con cuidado de no despertarlo. Aquella mañana tenía el plan de ir a ver a Augusta al hospital a mi salida del trabajo. Quería corroborar cuan seria era su situación.

 

Llegué tan temprano que solo estaba el buen Vincent. Lo saludé y me dirigí deprisa a mi oficina. Deseaba encerrarme a trabajar sin descanso para tener en que ocupar mi mente y mis energías. Al abrir la puerta, el descaro hecho persona estaba allí.

—Pero… ¿Qué haces aquí? ¿Es que no tienes vergüenza? ¡Ya te dije que ésta es mi oficina y no tienes nada que hacer aquí!

Sophia ni se inmutó. Estaba muy creída en su papel gerencial y sentí deseo de sacarla de allí arrastrada por los pelos.

Me dirigió unas palabras con un tono altivo que me enfurecieron todavía más.

—He hablado con el señor Morelli sobre esto y nuevamente me ha confirmado que puedo trabajar aquí y que cualquier inconveniente que usted tenga, puede dirigírselo personalmente a él —afirmó con tal arrogancia que multiplicó mi cólera.

— ¡Te largas de aquí ahora mismo si no quieres que te eche a patadas!  —grité haciendo un ademán de sacarla por la fuerza si no obedecía. Su desfachatez colmaba mi paciencia. Hubiera estado dispuesta hasta llamar a los encargados de seguridad si no se iba por las buenas.

Creo que mi estado alterado la hizo recapacitar y comenzó poco a poco a recoger sus cosas para irse. Por supuesto, lanzó veneno a su salida.

—Has descuidado tu trabajo y tu marido…siempre hay quien quiera atender ambas cosas…—.

Cerró la puerta de un portazo  como anuncio de guerra. Pues la tendría. Sus días allí estaban contados…yo misma me encargaría. Cometió un error al retarme de esa manera.

Habiendo superado el primer contratiempo del día, me entregué al trabajo. Dejé pasar las horas imbuida entre papeles, gráficas de ventas y presupuestos. Jamás imaginé que al final este trabajo me gustara tanto y que a pesar de mi inexperiencia y falta de estudios formales, tuviera tanta aptitud para ello. Pude concluir que si bien Sophia tenía razón cuando decía que lo había descuidado, podía ponerme al día en poco tiempo. Estaba aferrada a mis labores y no las pensaba ceder a nadie, en especial a ella. Igual suerte corría con mi marido.

“Deja de soñar, estúpida…” pensaba para mis adentros.

Al salir del trabajo me dirigí al hospital.

No puedo evitar los malos recuerdos. Aquellos días que estuve con mamá rompiendo noches en desvelos y el constate pitido de los respiradores regresaron a mi memoria con ímpetu. Camino un largo y encerado pasillo que van dejando en sus puertas los números de las habitaciones. Llegué hasta la número 27 y abrí la puerta con cuidado. El silencio era sobrecogedor. Era una habitación privada y bastante espaciosa para ser un hospital. Tenía un baño con todo tipo de artefactos médicos que sirven para facilitar su uso. Una ventana lateral estaba semicubierta por gruesas cortinas grises que impedían mirar afuera y en una pequeña mesa de madera había colocado un jarrón con flores amarillas con la firma de Giancarlo. Ella dormía arropada hasta la barbilla y no sintió mi llegada. Al verla tan apacible y vulnerable me costó asociar a esa mujer con la antes temible y poderosa Augusta Lafayette.

Me senté en un sillón colocado en una esquina de la habitación. El reclinable parecía haber sido ocupado poco antes y estaba en posición de descanso, allí debía pasársela quienquiera que estuviera haciendo compañía. Puse mi bolso a un lado y me quedé a esperar que despertara. Me cuidé de hacer el mayor silencio para dejarla descansar y poder hacer lo propio. Cerré los ojos y caí rendida. No me di cuenta del tiempo que pasó pero de pronto una voz autoritaria me despertó.

—A ver…es hora de comer…—escuché decir a alguien que no se percató de mi presencia.

Sin embargo, Augusta me vio apenas abrió los ojos y se dirigió a mí  con gran esfuerzo.

— ¡Antonella! ¡No sabía que estabas aquí! —dijo dirigiéndome la mirada y haciendo que la enfermera volteara a verme.

Era una mujer cincuentona, rolliza y de cabellos oscuros peinados hacia atrás  y perfectamente acomodados. Vestía su uniforme a la vieja usanza, con cofia a modo de diadema y medias blancas de nilón. Su expresión al verme fue tanto de sorpresa como de curiosidad.

—Soy Gertrudis, la enfermera particular de la señora. ¿Eres su hija? —preguntó y me pareció que era más como buscando romper el hielo que con verdadero interés de saber.

—Soy su nuera, la esposa de su hijo —aclaré

Pareció sorprenderse.

— ¡Oh! ¿Del joven Giancarlo? No sabía que estuviera casado…pasaré la información al personal femenino de enfermería, es importante que lo sepan. —me dijo con un guiño de ojo que me pareció simpático y me hizo bajar la guardia.

Dejó la cena sobre la bandeja y me preguntó si deseaba que se quedara o yo sola podía apañarme con la paciente. Respondí con la segunda opción y anunció que se retiraba y volvería en breve a recoger la bandeja. Luego dirigió la mirada a Augusta y la instó a alimentarse bien para que pudiera mejorar. Antes de marcharse me dirigió unas palabras.

—Eres afortunada. Es un buen hombre su marido. La otra chica que estuvo aquí no me dio buena espina. Cuídelo. —me aconsejó y volvió a reiterar que regresaría luego por la bandeja.

Escuché sus pasos alejarse tras la puerta y su voz volvió a cobrar vida cuando la escuché saludar a alguien en el pasillo. Me quedé pensativa. ¿La otra chica? ¿Quién era lo otra chica a la que se refería? La cabeza me retumbaba con el nombre de Sophia.

Al quedarnos solas, Augusta me agradeció la visita. Le expliqué que vendría todos los días después del trabajo y que no era una visita forzada ni con segundas intenciones, estaba allí para ayudarla hasta que pudiera regresar a la casa. Me sonrió sin fuerzas. Su semblante no era el mejor. No me atreví a preguntarle detalles sobre su condición pero si le enfaticé que nuestro propósito era su mejoría. Asintió con un leve movimiento de cabeza.




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