La Esposa Cruel

Capítulo 34

Capítulo 34

 

De pronto, quedamos todos en silencio.

El doctor Martini saludó amable a Giancarlo pero él apenas esgrimió una medio sonrisa y masculló un saludo ininteligible. Cuando terminó de impartir sus instrucciones, dejó órdenes estrictas de descanso e hidratación y se despidió con la promesa de volver.

—Regresaré pronto. Dejen la puerta abierta porque capaz y entro por la ventana. Nada se interpone en el amor que tengo por mi paciente —dijo al despedirse sonriendo y en tono jocoso. Yo me reí de buena gana y Giancarlo puso cara de funeral dirigiéndome una mirada de reproche.

Siempre he pensado que el humor tiene un poder mágico y la capacidad de penetrar en todas las situaciones del ámbito humano. La enfermedad ya es lo bastante seria y el ambiente demasiado cargado. Giancarlo no parece ser de la misma opinión.

Augusta no daba señales de mejoría pero tampoco empeoraba y eso era un alivio. Nos habían hablado del cuidado paliativo pero ella lo rechazó con desasosiego. Nada hubiera sido más triste que pasara sus últimos días entre las frías paredes de un hospicio. Habíamos elegido ir de la mano de la medicina pero sin alejarnos del calor humano que es al fin lo que nos da fuerzas y deseos de vivir.

Fui testigo de su arrepentimiento. Augusta acariciaba a Giancarlo pasando su débil mano por el contorno de su rostro. Hacía reposar su cabeza sobre su pecho pidiéndole perdón por su conducta cuando apenas era un niño y sus fervientes asuntos pasionales la alejaban de él. Lamentó no haber sido una madre dedicada y amorosa como las demás y pude ver como con congoja le bajaba el llanto de sus ojos. La escena era conmovedora y hacia tambalear hasta el más fuerte. Aquella mujer odiaría a mi madre y me había causado la mar de problemas, pero lo que tenía ante mí no era eso. Lo que veía, era un ser humano aceptando sus errores e intentando irse en paz. Volteé mi rostro apartando la mirada y dirigiéndola a hueco de la ventana. No quería que me vieran llorar mientras escuchaba el clamor de sus palabras.

—No tengo nada que perdonarte. Eres mi madre y te amo. Nunca me faltó el amor y lo sabes —él le repetía una y otra vez.

—No te faltó el de tu padre ni el de Mamá Abuela que se desvive por ti. Pero no tienes que fingir que mi frialdad no te hacía daño. Yo sé que fue así. No quiero irme sin saber que me has perdonado —insistía.

—No te preocupes, ya todo está olvidado. Descansa y ponte bien para llevarte a casa —pidió.

Entonces Augusta hizo acopio de sus fuerzas para entrar en el terreno puntilloso que permeaba como una sombra sobre nosotros. 

—Necesito que también aceptes mi culpa en la ruina de tu matrimonio. Te he contado mi papel en todo esto. Antonella y tú no deben ser víctimas de un pasado del cual no tienen culpa. Quiero que hablen, que se perdonen mutuamente y que lo vuelvan a intentar. Tú no eres yo ni ella es su madre, no tienen por qué sufrir —nos dijo con lentitud, haciendo un gran esfuerzo.

Me aparté de la ventana y dirigí la mirada hacia él. Nos quedamos observando sin emitir palabra alguna, con el temor de que estaría realmente pensando el otro. En un movimiento inesperado, Giancarlo se acerca a mí y me toma por la cintura. Me hace un gesto de cariño y dulzura. Augusta sonríe.

— ¿Ves que no tienes nada de qué preocuparte? Ya nos arreglamos, estamos bien. Ahora tienes que ponerte bien tú también porque te necesitamos aquí cuando nazca nuestro niño. ¿Verdad que sí, Antonella? —pregunta Giancarlo y comprendo de inmediato su juego.

Ella sonrió. No sé si realmente lo creyó pero el último medicamento que le administraron comenzó a surtir efecto y pronto se durmió. La enfermera Gertrudis llegó para ocuparse de ella el resto del día y nos fuimos a la casa. Al llegar, sabía que Giancarlo le había dicho eso a su madre solo para tranquilizarla pero de todas formas quise probar las aguas.

—Quizás debemos hablar de sacar a Sophia de nuestras vidas…—le dije.

—Quizás debemos hablar de terminar las sonrisitas al doctor…—respondió.

Entramos a la recamara y me cuidé de no decir nada que fuera a provocar una discusión. Recordaba y me dolía saber que Sophia estuvo en el hospital, deduje que fue llevada por él pero quise dejar de lado ese tema sabiendo que todo terminaría en una discusión inútil. Mi plan de reconquista seguía en pie, no había terminado. Al contrario, ahora más que nunca me parecía el momento de ejecutarlo. Giancarlo había anunciado un bebé en camino y ese plan debíamos ponerlo en marcha.

Me di un baño y me perfumé. Me vestí con tan solo una camisola transparente que él mismo me había comprado en nuestro viaje a Roma. Estaba decidida a seducirlo, a hacerlo mío y a envolverlo de manera tal que nunca pudiera escapar.

Se sorprendió al verme.

—¡Antonella! —exclamó.

Entonces caminé hacia él con pasos lentos. Lo besé con pasión, con toda la fuerza que el deseo me urgía. Me respondió con igual arrebato. Con la vehemencia de un ataque impensado. Sus manos buscaban mi cuerpo, mi cuerpo buscaba el suyo. La luz tenue de la habitación apenas distinguía nuestras siluetas que quedaron fundidas como una sola.

La siguiente mañana el alba nos sorprendió abrazados. Es indescriptible la sensación de amanecer junto al ser que más se ama, sabiendo que sin ese amor no somos nada y felices porque con ese amor lo somos todo.

Hablamos con calma. Sin gritos, ni reproches, ni rencores. Hicimos un pacto para volverlo a intentar, de volver a empezar. 

—Sabes que te amo desde el mismo día que te conocí —me dijo.

—Sabes que también te amo a ti —respondí.




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