Capítulo 36
Encontré la rústica tumba de mi padre en un pequeño y olvidado cementerio de la ciudad.
Tenía una chapa barata de aluminio que apenas decía su nombre y fecha de muerte. Nada de lápida o tiestos para poner flores. Las hojas secas del otoño caían sobre el concreto con que sellaron su tumba y tuve que echarlas a un lado para poder distinguir el espacio que ocupaba. Hasta el humilde sepulcro de mi madre lucía lujoso en comparación. Se me encogía el corazón saberlo en aquel sitio olvidado por todos.
Me coloqué frente a su tumba y le rendí mis respetos. Los restos de mi padre yacían allí en total abandono y quise acompañarlos siquiera un momento. Medité sobre lo que pudieron ser nuestras vidas si hubiera estado presente en ella. Por lo que sé, fue un buen hombre y estoy segura que hubiera sido un buen papá. Avisé a Rose de mi hallazgo y pautamos una fecha para que también pudiera llegar. Dentro de todo lo triste, al menos tendríamos clausura y eso sería un consuelo.
Hice todos los trámites para reconstruir el lugar. Nada de lujos pero si un lugar digno para un gran hombre, para un Lafayette con todas las de la ley. Cuando me fui de allí me sentía en paz.
Abandoné el lugar con la certeza de amarlo aun sin apenas conocerlo, porque era mi padre y no merecía menos.
Le conté todo a Augusta con entusiasmo y vi el brillo de alegría reflejado sus ojos. Me reafirmó su deseo de estar juntos.
“Si no fue en vida, que sea en la muerte…” expresó convencida.
Augusta tenía sus días buenos y sus días malos pero al menos ya estaba en la casa. Gertrudis siguió cuidándola haciendo visitas al hogar en días alternos. Su eficiencia nos dejaba complacidos y hacia llevadero el proceso.
Entonces ocurrió lo impensable.
Mamá Abuela tomó el control de su cuidado. Requirió una vil enfermedad para que al fin se reconciliara y le perdonara el abandono a su hijo. Se dedicó a ella en cuerpo y alma, remangándose el vestido cuando fue necesario, poniéndose en cuclillas para recoger sábanas del suelo y levantándose a cualquier hora de la noche para atenderla aun cuando sus propias fuerzas le fallaban dado su avanzada edad. Yo la ayudaba en todo lo que podía, mi previa experiencia con mamá fue muy útil y la puse en práctica. Nos turnábamos sin rechistar y para ser honesta, Augusta resultó ser una buena paciente. A veces me costaba recordarla como era antes, de aquella mujer orgullosa y prepotente no quedaba ni la sombra.
Poco tiempo después nos llegó la mejor noticia ¡Estaba embarazada!
La alegría fue desbordante. Ya no tuvimos que fingir un embarazo porque ahora era un hecho, una fantástica realidad. ¡Estábamos tan felices! Cada semana era un nuevo reto, una lucha cara a cara con la muerte, pero pienso que esa alegría era lo que sostenía a Augusta. Me parecía que solo por eso se mantenía con vida. Como si su último propósito fuera llegar a ver el bebé. Creo que por ese motivo se aferraba al mundo con tanta fuerza.
Solía mirarme el vientre cada día para apreciar su crecimiento y pasaba su mano con dulzura sobre él. Estábamos todos en la dulce espera y la esperanza de una nueva vida inundó de alegría todos los rincones de la casa. Nuestros temas giraban sobre el futuro y esperábamos el momento con ansias. Una ilusión puede convertir en sueño hasta la peor pesadilla.
Un día cualquiera, mientras atendía a Augusta, se me escapó llamarle mamá. No fue algo premeditado, surgió tan espontáneo que hasta yo misma me sorprendí. Tal vez fue que me confundí de cuando cuidaba de mi madre o quizás que en mi subconsciente recordé aquellos tiempos antes de conocerla en persona cuando me pedía que la llamara así. Fuera cual fuera la razón, tuvo un efecto positivo en su ánimo y continúe haciéndolo.
Los meses pasaron volando. La salud de Augusta seguía deteriorándose. Justo cuando creíamos que no lograría sobrevivir al alumbramiento, nació nuestra hermosa hija. La llamamos Antonella, no en mi honor sino en el de su tía fallecida. Augusta tuvo la dicha de tenerla un momento entre sus brazos, y la niña reposó cándida sobre su pecho abatido. De los ojos le saltaban lágrimas de felicidad. Todavía me estremezco al recordarlo.
***
Hoy es 21 de marzo y es comienzo de la primavera.
Nuestra pequeña Antonella duerme en los brazos de Mamá Abuela quien parece haber rejuvenecido desde que la niña nació y cuida de ella con el mayor esmero. Giancarlo y yo estamos sentados en el balcón de la casa observando los retoños de flores que comienzan a colorear el jardín. Jamás en mi vida me había sentido más en paz que ahora, nunca más completa, nunca más feliz.
De pronto me pongo de pie y sin decir palabra alguna, comienzo a caminar hasta el portón. Lo abro y me dirijo por el mismo camino que tomé aquella mañana cuando lo conocí. Dirijo mi vista hacía la parada del autobús y voy dejando la casa atrás. El sol me reconforta la piel y el aire se siente fresco en mis pulmones, lo aspiro profundo y lo dejo salir despacio.
De pronto, sentí un automóvil disminuir su velocidad al acercarse a mí.
“Hola, guapa… ¿quieres que te lleve?” alcancé oír.
No necesitaba mirar para saber quién era. Entonces, me eché a correr. Se detuvo junto a la orilla de la carretera y corrió tras de mí. No le costó demasiado alcanzarme.
—No te asustes, chiquilla. No te haré nada malo y no he querido asustarte. Solo deseo ofrecer llevarte a dondequiera sea que vayas —.
Su mirada era un chispazo de brillo que sentí iluminarme. Lo vi morderse el labio inferior antes de hablarme y no pude evitar notar su boca exquisita.
Nos besamos.
Estábamos frente al 543 Valle Real.