La fiesta de las máscaras

CAPÍTULO 1

PRESENTE

Las fuertes gotas golpeaban las bajadas persianas. Los truenos resonaban en la vacía casa. Y todo el edificio completamente sin luz por la propia tormenta. En condiciones normales, Alonso podría haber dormido plenamente hasta que su cuerpo le pidiese levantarse de la cama. Sin embargo, ahora observaba impacientemente la oscuridad de su habitación, a la espera de que sus párpados le diesen un descanso o apareciese un monstruo que lo matase.

Se había acostado al rededor de las diez, un poco después de que la tormenta hubiera empezado. Apenas unos minutos después, se quedó dormido. A pesar de creer que sería una noche tranquila, el raro sueño que le solía perseguir apareció. 

Se despertaba angustiado, con un dolor en el pecho que no lograba describir. Desorientado, miraba a su alrededor debatiendo si levantarte hasta reconocer el lugar o quedarse en la cama. Solía elegir la segunda opción; la primera solía desorientarle más. Lo tenía desde los trece años, y siempre ocurría lo mismo. En cambio, no podía recordar nada.

Sabía que era el mismo sueño. Tenía la misma sensación y, en las pocas ocasiones que recordaba algo, solía ser lo mismo. Pequeños olores o sonidos que se quedaban durante horas en su mente, o fragmentos borrosos de apenas unos segundos que se desvanecían poco tiempo después de despertar. 

Al principio aquella situación, que no solía darse más de dos o tres veces al año, le resultaba normal. Para él, era el típico sueño raro sin importancia. Pero, tras la muerte de sus padres unos meses atrás, todo empeoró. Eso que era unas pocas veces al año, se volvió semanal. 

Le atormentaba.

Se reía de él.

Probó vendiendo todas las pertenencias de sus padres y mudándose a la otra punta de la ciudad. Compró un pequeño piso que llenó con lo esencial: algunos muebles para descansar o trabajar, algo de vajilla, comida, y todo su equipo de trabajo. La primera semana no tuvo ningún problema. No se veía con los vecinos, trabajaba casi todo el tiempo con pequeños descansos para ver alguna que otra serie o comerse unos fideos recalentados. 

La segunda semana, casi acabándola, despertó a aquel aroma peculiar que no podía describir. Revisó todas las partes de su casa en busca de la procedencia de ese olor —incluso dedicó algunos minutos a oler los botes de champús que tenía en la repisa del baño—. Tampoco encontró la fuente a lo largo del pasillo. Parecía emanar de él, de su ropa o de interior. No lo tenía del todo claro, pero al cabo de unas horas, le pareció una estupidez. 

Conforme pasaba los días, algo nuevo aparecía cada vez que despertaba. Lo intentaba dejar pasar, dejarlo estancando como una futura anécdota para contarle a sus futuros nietos. Sin embargo, lo que él nombraba en broma «las historietas del abuelo loco», acabó obsesionándole. Si despertaba con alguna sensación, como era un olor o un sabor, no se preocupaba, pues se quedaba en su mente durante horas. En cambio, las borrosas imágenes desaparecían casi al instante, por lo que, aun con la ensoñación, lo escribía rápidamente en una pequeña libreta que siempre tenía al lado. No tenía más de tres fragmentos borrosos. Todos escritos muy escuetamente de lo poco que lograba recordar.

Unos golpes en la puerta principal lo sacó de sus pensamientos. Soltó un gruñido encendiendo el móvil. Entrecerró los ojos por el brillo del mismo, bajándolo casi al instante. A las tres y cuarto de la mañana, y con apenas un diez por ciento de batería, puso la linterna y fue a abrir.

Arrastraba los pies. Su cuerpo se sentía pesado a causa de las pocas horas de sueño y del duro colchón barato. No era la primera vez que algún vecino iba a su casa a altas horas de la noche a recriminarle algo: el desagradable olor de la comida, los fuertes pasos que daba al moverse, o el ruidoso teclado. Estaba acostumbrado, por lo que ya sabía de memoria que tenía que decir. En muchas ocasiones, los vecinos iban a recriminarle cosas que él no había hecho, pero igualmente se disculpaba. Al fin y el cabo, tardaba menos pidiendo perdón que discutiendo.

Los golpes se hicieron más intensos, desesperantes. Aumentaban con cada trueno que sonaba. Como si le tuviera miedo. ¿Quién se viviría en un edificio con las paredes tan delgadas teniéndole miedo a los truenos? Las lluvias intensas eran constantes casi todo el año y aquel edificio era tan viejo que incluso viviendo en la última planta podías escuchar como alguien subía los primeros peldaños de la planta baja. Era normal que, durante los días de lluvia o viento, el sonido entrase y recubriese todo el edificio. Agradecía cuando su vecino tocaba cualquier pieza de música o ponía jazz; por unos minutos el sonido del exterior se opacaba con una agradable música.

Abrió lentamente, esperando a que el vecino empezase a gritarle para él pedir disculpas y cerrar de inmediato. En cambio, nada pasó. Su vecino era más bajito que él, con el pelo castaño y alborotado, como si se acabase de levantar. Llevaba unos pantalones de pijama gris y una camiseta de tirantas blanca. Sujetaba una vela blanca que la sujetaba con un pequeño grado de inclinación, llenando todo el suelo de cera.

—¡Hola, vecino! —saludó sonriente con una aguda voz— Menuda tormenta, ¿no? —se quedó callado, esperando a que Alonso respondiese— Me llamo Benjamín y me mudé el lunes.

Benjamín provenía de una familia pudiente. Desde hace generaciones, el primer descendiente se dedicaba a la política desde muy joven hasta la edad de jubilación, por lo que apenas tenían dificultad para ascender rápidamente. Gracias a eso había vivido siempre en una urbanización privada con insonorización del exterior. Pero quería vivir por su cuenta, así que cogió un poco de ahorro y se mudó al primer edificio barato que encontró.

—No te recomiendo que te presentes al resto de vecinos casi a las cuatro de la mañana —aconsejó Alonso. Quiso cerrar de golpe, pero la mano de Benjamín lo hizo parar.



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En el texto hay: pasado, muerte, desaparacion

Editado: 13.12.2023

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