Idara llamó dos veces a la puerta del 3C. Mientras subían, discutieron quién debería hablar. La pelinegra estaba bastante relajada. Mantenía la cordura necesaria para poder tener una conversación, meditando sus palabras y analizando las de él. Alonso, por su parte, estaba caótico. En menos de tres días, su monótona vida dio un cambio radical, desde la llegada de un nuevo y extraño vecino, hasta desbloquear esos sueños que le atormentaban. Quería gritar de alegría y recibir respuestas que no preguntaba.
Benjamín abrió con unas pintas similares a la de dos noches atrás. Llevaba un pantalón de chándal negro y una camiseta de manga corta de un verde oscuro. Su pelo estaba alborotado, pero en su cara no había ningún rastro de haberse levantado hacía poco. Su cara, que mostró una mueca confusa, cambió rápidamente a una linda sonrisa.
La chica imitó la acción. Desde su punto de vista, aún era el pequeño Jamón de sus recuerdos. Despeinado, con esa sonrisa inocente que esbozaba cuando hacían algunas de sus aventuras; con la única diferencia que ahora era más alto y no estaba cubierto de tierra, hojas o cualquier cosa similar.
—¿Podemos pasar? —preguntó Idara.
Benjamín, sorprendido, asintió.
—No os habré molestado con algo, ¿verdad?
—No, por supuesto que no. —La voz del castaño había sonado inocente, como cuando cometía algún pequeño error que casi hacía fallar la misión. La chica reprimió sus instintos de acariciar la cabeza, para después echarle toda la culpa al otro chico—. Verás, hemos visto tu novela gráfica y…
—Queremos explicaciones —Interrumpió Alonso. El regaño de Idara no se hizo esperar—. Lo del olor, tu historia, todo.
El dueño de la casa se quedó perplejo en medio del pasillo. Había reconocido a Alonso cuando le pidió unas pilas. Estaba tan nervioso que casi no recordaba a lo que fue. Esperó un abrazado o una acogedora sonrisa; pero al ver su cara mosqueada se dio cuenta de que no lo recordaba. Ahora, tenía a sus dos amigos de la infancia sentados en su sofá de segunda mano, pidiéndoles explicaciones por haber visto su trabajo.
—Creo que deberías ser más específico.
—No recuerda nada, entonces para él es un poco confuso —intervino la chica—. Y para ser sincera, yo tampoco recuerdo muchas cosas.
—Oh —apretó los labios—. Tenía un diario con todo lo que hacíamos, así que simplemente dibujo eso.
—Date la vuelta y quítate la camiseta —ordenó Alonso. Benjamín se quedó quieto, mirando a Idara esperando que le dijera alguna señal o interviniese—. ¿Acaso no me has escuchado?
El más bajito obedeció. Sonrojado, les dio la espalda a la vez que se quitaba la camiseta. Alonso se acercó a él, agarrándole la cintura. Pasó los dedos por la clavícula, rozando la cicatriz diagonal. Benjamín soltó un pequeño jadeo, era una zona bastante sensible que siempre procuraba evitar. Intentó alejarse de él, pero Alonso apretó su agarre, admirando alegremente la cicatriz.
—Alonso, el espacio personal es importante —comentó incómoda Idara.
—¡Es él! ¡Eres tú! —gritó mirándola.
Levantó a Benjamín por los aires, abrazándolo con todas las fuerzas que había guardado. Cuando se separó de él, se tiró encima de la chica.
Para Alonso, ellos eran la solución de sus problemas. Ya podría dormir. Se acabaría la ansiedad con la que se despertaba y las molestas sensaciones que se quedaban durante horas. Podría sentarse a terminar su trabajo sin tener la inquieta sensación de no saber si eran recuerdos o un raro sueño.
—El único que no lo sabía eras tú, ahora quítate. —El ambiente seguía tenso. La química que tenían de pequeños, se había esfumado—. Bien, ¿qué vamos a hacer ahora?
Los dos chicos se miraron entre sí. ¿Debían hacer algo? Era una pregunta que ninguno de los tres se había llegado a plantear durante todo este tiempo. Habían vivido con ello en un segundo plano, interfiriéndose lo menos posible en sus vidas. No era ningún problema de vida o muerte o algo a lo que no se podían adaptar. Su principal objetivo era, para uno, dejar de tener los sueños, y para los otros dos, reencontrarse con los que consideraban sus mejores amigos de la infancia.
La primera opción era la más lógica: volver a ser amigos. Salir a tomarse unas cervezas, pedir algunas pizzas y ver alguna película de terror cutre y ponerse al día de la vida de los otros. Sin embargo, habían crecido. Maduraron a diferentes ritmos, en diferentes casas y diferente educación, tuvieron sus propios problemas y afrontaron todo lo que les llegó solos o, si estaban acompañados, sin los otros dos. La química que habían podido tener, parecía haberse desvanecido con todos esos problemas.
La segunda opción era la más viable: cada uno seguía con sus vidas. Ninguno se metería en la vida del otro. Convivirían como buenos vecinos, quedarían tres veces al año. El tiempo decidiría si volver a unirlos como buenos amigos o simplemente quedarse como lo que eran ahora: conocidos.
La tercera opción era la que más le convenía a Benjamín: seguir buscando información. Su historia empezaba a ser aburrida y repetitiva. Necesitaba una buena trama. Una que enganchase a los lectores y que, en alguna entrevista, pudiera darse golpes en el pecho diciendo que es una historia real. Si conseguía que sus amigos se animasen, volverían esas historias locas: meterse por pasadizos, colarse en lugares prohibidos o bajar de un quinto por el viejo tronco de un árbol para no ser descubiertos.
—A mí realmente me gustaría saber por qué hacían esas fiestas —confesó con una sutil voz.