Capítulo 1: Click.
Cientos de personas fotografíaban el parque Griffith día a día.
Un artículo que Emily había leído hacía poco arrojaba que se capturaban cerca de veinte fotos por minuto en aquel emblemático paraje. Eran cientos los turistas, profesionales y aficionados que sostenían frente a ellos toda clase de artilugios y artefactos que se apoderan de un instante en la vida con el simple movimiento del dedo índice sobre un botón.
Click.
Hollywood Hills en tu álbum vacacional. Holywood Hills en tu pared de corcho.
Se podría proclamar el cliché más común de todos, y a ella no le avergonzaba admitir que era parte de él.
Adaptó el ajuste de la cámara para la cantidad de luz que el cielo de las nueve de la mañana le ofrecía, midió la profundidad de campo y, tras cerciorarse de que el enfoque era el que deseaba, apretó el botón, uniéndose al coro de clics que llenaban el ambiente más que las palabras.
Observó el resultado obtenido y sonrió conforme. Le faltaba algo para ser lo que buscaba, pero se sentía más cerca del objetivo que las semanas anteriores.
Se levantó del suelo e intentó sacarse el verdín del pasto que le había quedado adherido en las rodillas sin tener mucho éxito. No le dio importancia tampoco, caminó hasta el árbol donde había dejado apoyada su bicicleta nueva y guardó forma cuidadosa la cámara fotográfica dentro de la mochila que descansaba sobre el reluciente canasto.
Se la había regalado su mejor amigo apenas si el día anterior —el cinco de septiembre, día en el que se cumplieron veintidós años de su existencia— y en una confesión precipitada, ya aseguraba amar al rodado.
El mismo era digno de fotografiar desde todos los ángulos posibles; era una bicicleta femenina y sofisticada, lo primero femenino y sofisticado que tenía en toda su vida, con los relucientes tubos del cuadro blancos con lunares a colores resplandeciendo bajo la luz de la mañana. Podía pasarse horas contemplándola y siempre le encontraría un nuevo detalle que solo le brindaría más perfección.
Era todo un sueño hecho bicicleta.
Le ofreció una sonrisa involuntaria, como si aquella conjunción de fierros fuera consciente del cariño que le profesaba su nueva dueña. Tenía valor sentimental, claro está, se la había regalado Jamie Lane.
Él mismo le había atado el torpe lazo rojo en medio del manubrio justo antes del canasto donde, según palabras del chico, debía viajar Norberto.
Claro que un mal arriado gato obeso de siete años, que con dificultad salía del reducido apartamento donde vivía la chica, no querría subirse al canasto de una bicicleta, mucho menos para ser llevado en él.
Sacó el teléfono de la mochila y leyó en la rayada pantalla el «Buen día, Bestia» que le mandaba su padre desde algún desconocido lugar de Colorado, quizá filmando punto por punto las montañas Rocosas, el Pico Pike o el Jardín de los Dioses, tal cual ella fotografiaba el Parque Griffith.
«Buen día, Pops» tecleó en el curtido y borroneado querty. Debía ser la única persona en todo Estados Unidos que poseía un teléfono con botones e ignoraba el funcionamiento del WhastsApp. Prefería gastar su saldo en comunicarse con las personas que en realidad lo merecieran y no poseer una herramienta gratuita para comunicarse con gente a la que ni siquiera tenía en estima.
Tiró el celular dentro de la mochila y la cerró a los tirones, la funda interna estaba deshilachada y solía entorpecer el cierre con los girones salientes. Su tía le había regalado una nueva para su cumpleaños, pero el correo estaba atascado y la encomienda aún no había tocado su puerta. Si tía Beverly se enteraba, ya estaría haciéndole un juicio a la empresa de correos, a los carteros y a sus esposas.
Subió a la bicicleta y emprendió viaje por la zigzagueante carretera que conducía fuera del parque. Echándole un último vistazo al observatorio Griffith antes de disponerse a darle una pequeña visita a su mejor amigo previo a entrar a su trabajo.
El día se presentaba despejado, eran los últimos del verano y Emily aprovechaba para pasarlos con Jamie, su piscina de seis metros por tres y el increíble aire acondicionado de su enorme y lujosa casa. Una rutina que llevaban desde hacía casi cinco años, cuando, para ayudar un poco a su economía, se había anotado en un nuevo programa de apoyo escolar a niños de grados inferiores en la escuela donde había sido becada y cursaba su último año.