La gran farsante

Capítulo 5: Medidas correctas

La chica dudó con cierto recelo en el umbral por lo que pudieron ser cinco segundos, pero finalmente se rindió ante los ojos engatusadores de Jamie.

—Pero… espera que agarre mi teléfono al menos —murmuró dándose por vencida y zafándose de Jamie para ir a por el artefacto. Mientras menos se opusiera, más rápido terminaría todo.

Bajaron por el ascensor en silencio, al parecer Jamie quería mantener el misterio, o esperaba a que Emily lo abordara con más preguntas al respecto, sin embargo la chica permaneció callada, intentando mermar su creciente mal humor.

Salieron del edificio recibiendo el chocante calor de los últimos días de verano. El sol estaba tan fuerte que le escocía en los ojos y le dejaba enormes y deformes manchas rojas al cerrarlos.

Jamie se descolgó las Ray-ban que traía enganchadas al cuello de la camiseta y se las puso, arrugando la nariz tal cual fuesen lentes de lectura.

Divisaron la lujosa camioneta de Murdock aparcada justo frente al cordón, y Emily tuvo que hacer acopio de toda su madurez para no dar media vuelta y encerrarse en el departamento a ver viejos episodios de Lost y comer patatas.

—Buen día, Emy —saludó con simpatía Mur, mirándola con sus lentes modernos a través del espejo retrovisor. Cranberry estaba sentada en el asiento del acompañante, pero como era de esperarse, no saludó.

—Buen día, Mur, Cranberry —respondió Emily, arrastrando el trasero por los asientos de cuero hasta quedar contra la ventanilla.

—¿Practicaste? —ladró esta última mientras Jamie terminaba de subirse y cerraba tras de sí.

—Bastante —mintió intentando al instante cambiar de tema para no ahondarlo—. ¿Y quién es el diseñador? ¿Ya firmó el contrato?

Murdock apretó el volante nervioso y Cranberry negó con la cabeza en un gesto de hartazgo total. Fue Jamie, con rostro retraído, quien se animó a responder.

—De hecho… ni siquiera sabe que vamos.

Emily se quedó boquiabierta.

—¿Qué?

—Lo sé, Emy, lo sé —la tranquilizó Murdock mientras conducía por las concurridas calles de Hollywood—. Es que queríamos buscar a alguien… especial, ¿sabes? Alguien quien además de vestirte pueda… aportar algo a la causa, no sé si me expreso correctamente.

—Aportar a la causa —imitó ella esperando una explicación al respecto.

—En pocas palabras alguien que haya trabajado con Sevin —contestó Jamie con el típico gesto de desagrado que le cruzaba el rostro cuando la mencionaba—. Hemos visitado varias páginas y hablado con un par de diseñadores que pudimos localizar en esas escasas horas… pero todos la adoran, es muy profesional en su trabajo.

—Solo uno, al escuchar el nombre de Sevin Cinnie, casi se vuelve loco de la cólera —interrumpió Murdock doblando en una calle muy transitada para meterse en otra de esas en las que Emily no pensaría siquiera en tomar como atajo.

No porque fuera peligrosa ni mucho menos; si no porque era una de las cuadras más caras, modernas y pulcras de todas, de esas en las que a Emily le avergonzaría pasar con sus vestimentas cotidianas.

La camioneta aparcó en un lugar habilitado y los cuatro bajaron para dirigirse a un enorme local decorado en pulcros tonos burdeos y oro.

El enorme cartel en letras doradas les revelaba el nombre del ostentoso lugar; Angel Of Harlem.

Adentro los embargó el suave y delicado olor a vainilla del moderno desodorante ambiental que colgaba muy camuflado en una de las paredes atestadas de muebles y percheros llenos de ropa.

Ese precioso rojo oscuro como la sangre invadía cada rincón de manera sublime. El parqué claro e impecable y los sillones en tapizado de cuero negro eran no menos que unos seductores empedernidos. Emily sintió deseos de arrojarse sobre ellos como un saco de huesos.

—¿No saben leer? El local cerró, es domingo, también soy un ser humano que descansa, por Dios —chilló una voz aguda mientras que el dueño de la misma, aparecía tras un mostrador sin mirarlos.

Era un hombre de aparentes treinta años, parecía bastante atareado mientras cargaba con algunas prendas y revistas. Un centímetro amarillo se bamboleaba en su corto cuello.

Murdock se aclaró la voz con modestia.

—Harlem… hoy te hablé por teléfono...

—Hablo por teléfono con muchas personas, cariño —le contestó algo histérico apoyando las revistas sobre una mesita de té—. Ahora por favor, retírense antes de que llame a la policía.

—¿Por entrar a un local abierto? —cuestionó Cranberry haciendo que el diseñador se girara y los fulminara con la mirada.

—Largo.

—Espere, Harlem, por favor —intervino Murdock acercándose al hombre—. Mi nombre es Murdock Hampton y soy actor y músico.

—Nunca oí de ti.

—No, pero de seguro oyó de Sevin Cinnie —retrucó.

El rostro de Harlem pasó de estar serio a cómicamente iracundo, las comisuras de sus labios se curvaron para abajo, como si hubiese probado algo desagradable, algo ácido.




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