Cualquiera diría que, como ocurre en todo libro, serie o película, llegaría a la vida de la protagonista un tercero, un amigo secretamente enamorado, un apuesto compañero del trabajo, un admirador secreto, un vampiro ridículo o un ángel caído del cielo a enamorarla y demostrarle que lo que había vivido con Danton era efímero.
Pero nada de eso ocurrió, ni tampoco estaba muy interesada en que le ocurriera.
Casi ocho meses habían pasado también, sin señal de los Lane, y, a pesar de los ruegos de Murdock, Harlem e incluso Ian George, su compañero de trabajo, Emily había decidido que lo mejor sería volver a New York con su padre.
New York tenía mucho para ella, y mucho de ella.
—¿No puedo hacerte cambiar de parecer? —preguntó Murdock del otro lado de la línea, desde la comic-con de Toronto, para ser más exactos. Él, Marmee, T.J y Peter aun andaban de gira por Dante’s Night—. ¿Nada?
—No —rio Emily mientras envolvía su taza favorita en papel de diario y la colocaba en la caja de los utensilios de cocina—. No es el fin del mundo, tenemos teléfonos, internet…incluso tú puedes ir a NYC y yo puedo volver a LA todo el tiempo.
—Pero no será lo mismo —afirmó suspirando.
—De todas maneras me voy en una semana —lo tranquilizó—. Llegarás a despedirme y desearme suerte.
—Lo sé —respondió con voz apagada—. Pero…antes no estaba en tus planes irte.
—No lo sé —murmuró ella—. ¿Quién te dice que no tenía sueños de fuga?
—No los tenías.
—No importa, Mur —lo tranquilizó Emily cerrando la caja y apilándola con las demás—. Ahora debo dejarte, me toca trabajar.
Emily cortó y guardó su iPhone en el pequeño morral rosado que le había regalado tía Beverly para navidad, se lo colgó del hombro y partió con su bicicleta para ahorrar el tiempo que se le había pasado hablando con Murdock.
Eso era lo positivo de trabajar cerca, si se le hacía tarde, solo tomaba su rodado y llegaba en cuestión de tres minutos.
Disfrutó de los primeros soles antes del verano y dejó que la ligera brisa primaveral la atacara despeinándola ligeramente.
Todo era pacifico, sin embargo apenas a media cuadra de llegar, alguien le chocó la rueda trasera de la bicicleta sin mucha fuerza pero con la precisión suficiente para hacerla tambalearse. Emily giró el rostro, encontrándose con el gesto burlón de su compañero de trabajo.
—¡Ian George! —se quejó intentando mantener el equilibrio para no caer sobre una viejita que la miraba con terror.
—Acelera el motor, Fern —sonrió el aludido en su propia —y muy oxidada— bicicleta mientras, ágil, se bajaba de la misma para continuar el corto tramo a pie.
Emily también decidió bajarse de la suya y ambos caminaron a la par hasta el pequeño estacionamiento de bicicletas que había fuera de la tienda de libros donde trabajaban, puesta ahí al ver que la mayoría de sus empleados se manejaban en ellas.
—Basta de atropellarme en medio de la calle —le retó sin poder evitar la sonrisa.
—Tengo todo el derecho —murmuró el aludido intentando arreglar un poco las desastrosas ropas que traía puestas antes de entrar al local con Emily—. Pronto me dejarás a la deriva en este océano de vertebrados fascistas y materialistas.
Emily sonrió negando con la cabeza; tenía una simple palabra para describir a su compañero, y esa era hippie. Era un chico sacado de Woodstock, con su cabello rubio, largo y enmarañado —atado en una coleta y escondido para trabajar— los ojos de un azul profundo y la espesa barba dorada, contrastada con la piel curtida por el sol y el agua salada de sus mañanas de surf.
—Eres muy malo mintiendo —se rio Emily saludando a sus otros compañeros antes de dirigirse a su taquilla trasera—. Lo que tú lamentas es que ya no tendrás a alguien que cambie sus horarios por ti, según como se encuentren las olas ese día.
—Creí que te gustaría un poco más el sentimentalismo —se defendió Ian con una amplia sonrisa—. Que lo hacía de buena fe, o algo así.
—Lo tomo de buena fe —le aseguró Emily saliendo del pequeño sucucho para comenzar a ordenar los nuevos libros que habían llegado la noche anterior.
Eso era lo que más le gustaba de su trabajo; abrir las cajas de libros y recibir ese delicioso aroma a nuevo, a impresión, tinta y papel, el mismo impregnaba el almacén trasero y lo hacía el lugar perfecto para poder estar en silencio y en paz.
Sacó el primer tocón de libros y comenzó a controlarlos antes de ponerlos sobre la mesilla con ruedas que los llevaría a las estanterías.
El proceso era rutinario y le llevaba horas, pero le encantaba; sacar, controlar —oler— poner, sacar, controlar, poner. Así sucesivamente, en un silencio tan perfecto como el de una biblioteca, hasta que se topó con algo que la entristeció más que asombrarla.
Era el quinto libro de Dante’s Night, empaquetado en aquella caja —tal vez por error, ya que en realidad no lo habían pedido— y con la portada nueva, esas ediciones limitadas que sacan con el poster de la película como cara.
Y ahí estaba Danton por supuesto, compartiendo primer plano con Wesley y Peter. Con aquella seriedad parca que distaba de la personalidad del personaje y se asemejaba más a la última vez que Emily lo había visto, con aquel enojo atroz que no podía ocultar siquiera con aquella gorra y esos anteojos de sol.
Acarició la tapa con el pulgar, justo en la parte donde aparecía su rostro, como si de esa manera pudiera hacerlo sonreír, al menos, en el papel.
No era un secreto para nadie, aunque ella tratara de ocultarlo, que no había podido olvidarlo. Sus sentimientos no habían cambiado en lo más mínimo.
Y, aunque algo cómo eso —encontrar sin buscar cosas que tuvieran que ver con Danton— lo había percibido como una señal los primeros meses, luego de un tiempo lo había tomado por lo que era realmente; una cruel coincidencia que la hacía recordarlo, ilusionarse y, eventualmente, decepcionarse.