— ¡Guadalupe, ella es nuestra.....! ¡Ella es nuestra......! —Le dice aquel hombre con lágrimas y profunda tristeza en sus ojos.
— ¡Cállate, Néstor! No te atrevas a decir ni una palabra más o nunca te perdonaré. —Contesta ella con severidad y firmeza.
—Debe saber la verdad, no se la niegues, te lo imploro por amor a Dios. —Aquel hombre insiste con un arrepentimiento sincero.
—Ya me has hecho demasiado daño, ¡vete de aquí! Deja en paz a mi hija. —El semblante de doña Guadalupe se torna impetuoso y exaltado.
—No me la niegues, te lo suplico. —La voz del desdichado hombre está llena de angustia y desesperación.
Su abnegada madre, al no poder resistir la presencia del anciano, lo echa a empujones hasta la puerta de salida, mientras él le ruega perdón. Terminada la penosa circunstancia, ella se pone a llorar en brazos de su querida hija. Ella está confundida, no comprende la relación que su madre tuvo hace muchos años con aquel triste anciano.
— ¡Mamá, no sufras! No es justo que te pongas así por un desconocido. Ella la consuela con amor y ternura.
—Sara, no consientas que ese ingrato hombre regrese nuevamente a casa, caso contrario tendremos que mudarnos a otro lugar lejos de su alcance. —Le dice su madre, mientras sigue sollozando.
Los chillidos de contrición de aquel miserable señor afuera del departamento se oyen durante varios minutos hasta que dejan de escucharse.
Es una mañana soleada, con el firmamento en todo su esplendor. Su querida madre se dirige a su dormitorio antes de tomar una taza de café para calmar sus nervios, y se duerme profundamente.
En verdad, aquella mujer no logra entender por qué ese hombre regresa a su vida después de 17 años. Desde ese momento, su vida y la de su hija tomarán un rumbo distinto.
Al despertar a la mañana siguiente, Sara comprueba que su madre, doña Guadalupe, no se encuentra ni en su dormitorio ni en la cocina ni en el comedor. Seguramente, está pidiendo ayuda a su mejor amiga por la dura situación económica que están padeciendo. Para su asombro, su tía entra repentinamente por la puerta del apartamento y le indica a Sara que se van a vivir cerca de ella. Que viene a recoger todas las cosas para llevarlas a su pueblo natal.
Luego de unas horas, doña Guadalupe entra por la puerta trasera de la cocina y, saluda con su hermana y le dice a Sara que se van a mudar al pequeño pueblo de Brahui, conocido por los musulmanes como uno de los lugares más venerados, tanto por su presencia histórica como religiosa, y que tiene varias mezquitas en todo el pueblo.
El padre de doña Guadalupe era árabe y su madre española, por lo que ella es descendiente de musulmanes de parte paterna y hace décadas atrás sus abuelos vivieron en aquel pequeño pueblo.
Finalmente, Sara acepta la repentina mudanza sin decir nada ni a su madre ni a su tía.
Antes de viajar a Brahui, Sara va al colegio a recoger algunos libros que tiene en el pupitre del salón de clases, luego va a dar las gracias a sus compañeros recién graduados y finalmente, despedirse de sus queridos profesores.
Sara está con el semblante apenado por su inesperada partida, el triste adiós a sus amigas del barrio, compañeros y profesores del colegio, y los divertidos paseos por el centro de Madrid, los echará de menos.
Ella sale del colegio y da varias vueltas por el parque central cuando, de repente, se le acerca un señor. Lleva un traje marrón, sombrero del mismo color, y tiene un aspecto elegante y refinado, con canas y una mirada profunda.
Para sorpresa de Sara, aquel anciano se encuentra detrás de ella.
— ¿Cuál es tu nombre, hermosa jovencita? —Dice el anciano con una voz dulce y delicada.
— ¡Disculpe, pero tengo prisa, además no hablo con personas desconocidas! Permiso, tengo que salir. —Sara se muestra molesta y un poco a la defensiva.
—Sin lugar a dudas, tienes mis ojos verdes y mi mirada profunda, además de mi cabello rubio, cuando era un jovial muchacho como tú. —Le comenta con una mirada nostálgica.
— ¿De qué me está hablando? Está loco o delirando. Váyase de aquí o llamaré a la policía. —La voz de Sara se torna agresiva y violenta.
—No quiero hacerte daño, mi dulce niña, solo deseo verte un poco más de cerca. Eres tan hermosa como tu madre. —El venerable anciano da un suspiro.
—Viejo morboso, ¿por qué no se calla? Vaya a echar piropos a personas de su edad —Ella grita.
—No es lo que tú crees, solo déjame hablar un momento contigo. —Él le suplica con un insondable sentimiento.
Sara, al ver la vana insistencia del anciano, da la vuelta y se marcha dejándolo poco a poco atrás.
Mientras ella sigue caminando, se da cuenta de que los ojos y la mirada del anciano se parecen a los suyos.
Él, sin darse por vencido, le expresa desde lejos en voz alta que está dispuesto a reparar todo el daño que le hizo a su madre, que a Sara la va a reconocer como su hija legítima y que va a tener plenos derechos sobre todas sus compañías petroleras y su fortuna.