Felipe.
Después de una conversación con el inspector de Hacienda, mi condición podría describirse como una maldad aterradora con la sed de sangre y venganza, solo que no había nadie de quien vengarme, mi padre astutamente murió hace seis meses.
Resultó que mi padre había tomado ese maldito préstamo para construir un balneario para la cooperativa a cambio del veinte por ciento de las ganancias de las posibles plusvalías que estaban a mi nombre. Una pequeña parte de una empresa que no obtuvo beneficios en tres años y posiblemente no las tendrá nunca. ¡Maravilloso!
Es decir, no le bastó que les diera dos millones de francos para arreglar la bodega y los viñedos, en lugar de restaurar nuestro nido familiar. Creó un castillo en miniatura para los aldeanos y me puso en una deuda de diez millones de francos y el veinte por ciento de los impuestos sobre lo que la cooperativa traería algún día. Parecía que al final decidió llevarme al grano y obligarme a renunciar a la herencia.
Eso era lo que pensé en ese momento, porque mi padre nunca hizo nada por mi madre y por mí. Si no fuera por mi abuela, nuestras reuniones regulares, pero cortos, probablemente no habrían tenido lugar, porque después de su muerte hace diez años, mi comunicación con mi padre cesó por completo. Solo gracias a la familia de mi madre, que tenía un negocio farmacéutico exitoso, pudimos permitirnos vivir sin problemas materiales, y cuando terminé mis estudios, mi abuelo me llevó con él, convirtiéndome en el heredero de su empresa aun con vida y preparándome con este puesto.
Toda mi vida me las arreglé con calma sin mi padre, aunque lo extrañaba, por lo que consideré esta herencia solo como una bonificación por el hecho de que él nunca estuvo a mi lado. Para ser honesto, quería restaurar el castillo en memoria de mi abuela, quien me amaba sinceramente y tenía grandes esperanzas puestas en mí como sucesor de la dinastía Von Buol. Pero no importa cuánto respete a la madre de mi padre, no estaba dispuesto de arriesgar la compañía de mi abuelo y mi futuro, por un castillo.
Durante el almuerzo, llamé a los abogados con la intención de declarar la nulidad de una herencia, porque existen pruebas de una deuda desconocida por mí en el momento de firmarla.
- ¿Cómo no me avisasteis que el castillo está hipotecado? ¿Por qué no me dijisteis sobre el préstamo? - Estaba indignado.
- Debido a que la deuda no estaba incluida en el testamento final sino en un acuerdo en documento privado no pudimos decírselo. Pero su padre era un hombre muy inteligente, así que le dejó una carta, que le entregaremos en... - hizo una pausa por un minuto y continuó, - veintiséis días y doce horas. Lo más probable es que allí encuentre todas las explicaciones de sus acciones.
- No necesito ninguna explicación, quiero renunciar el castillo y sus cuentas bancarias, - le dije.
- Esto es imposible. - contestó el abogado con calma.
- ¿Por qué? Puedo probar que no sabía nada sobre deudas. ¡Y si no quiere ayudarme y corregir su error, entonces buscaré otro abogado y lo demandaré por incompetencia! - exploté.
— Este no es el punto, sino que, en el Código Civil, en su artículo 1010, dice que importante tener en cuenta que renunciar a una herencia supone renunciar a todos los bienes que le pertenecieron, por legítima o por testamento. No se puede solo renunciar a la parte que le interese. - respondió con confianza el abogado.
- ¿Quiere decir que puedo rechazar la herencia, pero todo?
- Exactamente. Una casa en San Marino, un apartamento en Ginebra, una colección de pinturas y acciones de su compañía farmacéutica irán al estado. ¿Lo quiere? - preguntó el abogado.
- Por supuesto que no. Pero, ¿qué voy a hacer ahora?
- Trate de pensar bien, relajarse en un lugar maravilloso y de paso ayudar a la cooperativa. - dijo y colgó.
Esta declaración enfrió mi cabeza caliente e hizo que pensara bien. Dividí toda la herencia en dos partes. En números rojos tenía un préstamo de diez millones, un castillo en ruinas con una vecina loca y una cooperativa incomprensible. En el lado positivo había una casa en San Marino que costaba casi cuatro millones de euros, un apartamento en Ginebra que casi se vendió por un millón y medio de francos, una colección de cuadros cuyo precio aun no sabía muy bien, pero suponía que en París se podía vender por un millón o un millón y medio y sobre todo las acciones de nuestra empresa. Son ellos los que me darán el voto decisivo en la junta de accionistas, o más bien mis familiares, que preferían hacer negocios a la antigua.
Después de pensar un poco más y comerme un trozo de pastel del Vully, una especialidad regional, la imagen de mi futuro ya no parecía tan triste. Habiendo vendido el departamento, la casa y la colección, pagaré más de la mitad de la deuda. La cooperativa, como dijo el inspector, pagaba con regularidad una tasa generosa por la explotación de la tierra, que muy posiblemente alcanzaría para cubrir la letra mensual del préstamo, y la propia vecina saldrá corriendo, cuando se entere de la deuda de diez millones. Por supuesto, tendrá que esperar con la restauración del castillo, pero ahora no se veía tan fatal todo.
El único punto incomprensible era esa maldita cooperativa. No tenía idea de cuántas personas había allí, o qué estaban haciendo exactamente, o cómo se llevó a cabo el liderazgo, así que decidí sin demora averiguarlo.
En primer lugar, decidí ir al ayuntamiento, o más bien a la casa particular del alcalde del pueblo. Aparqué el coche, cogí la carpeta con los documentos que me entregó el inspector y llamé a la puerta.
- Oh, señor Von Buol, buenas tardes. ¿Ha sucedido algo? - amablemente preguntó su esposa.
- Sí. Necesito hablar con el señor Portman.
- ¡Qué lástima! – exclamó ella. - Fue a la ciudad al hospital a visitar a la señora Müller. Pero, ¿qué pasó?