Me pongo las botas y ajusto cada hebilla; la rigidez abraza mis piernas. Coloco las rodilleras, encajo el peto y meto las manos en los guantes. El casco cierra sobre mi cabeza y me encierra en una burbuja: la mica no deja ver mi rostro, ni una hebra de pelo rubio se escapa. No hay Isa estudiante, tampoco rastros de Isa la nerd; hay otra piloto más en la pista.
Evans me observa; sus ojos recorren cada parte del equipo. No habla hasta que estoy lista.
—Primero, una vuelta de reconocimiento —dice al fin—. No te apures; frena antes de las curvas y mira siempre a la salida —explica, al parecer no escuchó cuando le dije que yo hacía esto antes.
Asiento. Mi voz queda atrapada bajo el casco. Me acerco a la moto; él la sostiene mientras yo subo. Mis manos agarran el manillar con firmeza. Siento el metal bajo los guantes, sólido y familiar. Giro la llave y presiono el arranque; el rugido del motor rompe el aire y me estremezco. Es un sonido que me acompaña desde siempre.
Evans suelta la moto; mis botas tocan el suelo. Acelero apenas. La máquina vibra, respiro hondo y salgo.
La primera recta se abre ante mí. La tierra está compacta y salpicada de pequeñas piedras. Acelero suave; la rueda trasera muerde el suelo. Llego a la primera curva, un peralte pronunciado: freno antes de entrar, inclino el cuerpo y miro la salida. La moto obedece; salgo del peralte y me lanzo a la siguiente recta.
El viento entra por las ranuras del casco. Cada sonido se filtra apagado: solo existen el motor, el terreno y yo. Paso un montículo bajo sin saltar, apenas levantando la suspensión; siento la compresión en mis brazos y piernas, pero continúo. La pista serpentea y yo la sigo con naturalidad.
Al terminar la vuelta, Evans me hace una señal con la mano. Me detengo; el corazón late rápido. Evangelina aplaude a lo lejos, ella nunca deja de apoyar mis locuras.
—Bien —dice Evans—. Ahora entra con más decisión en los peraltes y prueba un salto corto en la meseta.
No contesto y acelero de nuevo; la segunda vuelta me espera.
Entro en la primera inclinación con más agresividad; la rueda trasera derrapa un instante, pero la controlo. Salgo disparada a la recta; la plataforma de salto se acerca. Acelero a fondo, me pongo en pie sobre las estriberas y las rodillas absorben. La moto despega un instante y cae de nuevo. La suspensión trabaja; el impacto sube por mi cuerpo, pero me mantengo firme.
En la curva siguiente me confío demasiado: entro rápido, la rueda trasera pierde agarre y la moto se desliza. Intento corregir, pero termino en el suelo.
—¡Auch! —me quejo. La caída es breve, sin violencia; me levanto antes de que Evangelina llegue. Evans camina hacia mí con paso tranquilo.
—Eso fue por entrar pasada —dice—. Recuerda frenar antes y cargar peso adelante.
Asiento sin palabras. Levanto la moto con su ayuda; el polvo cubre mis guantes. Me subo de nuevo; no voy a detenerme por una simple caída, no hoy.
Sigo la vuelta; ajusto mi trazada, freno más y abro gas a la salida. Vuelvo a la meseta; esta vez es un salto más limpio. La moto cae recta y siento que cada metro de tierra se graba en mi memoria.
Después de varias vueltas, Evans me hace señas para parar. Me acerco a él; Evangelina se queda un poco atrás, con el teléfono en la mano, grabando todo.
—Tienes buen nivel —dice Evans, serio—, pero necesitas horas aquí antes de entrar en competencia. Ajustaremos la suspensión, la presión de las llantas, todo. —Me da un abrazo—. No tenía fe, pero ahora confío en que Ethan pase un muy mal rato. —Nos reímos los tres.
—Quiero que te sientas segura en cada salto —continúa—; que puedas leer el terreno y que midas bien la distancia. Aquí no hay público; puedes equivocarte y levantarte las veces que haga falta.
Yo asiento. El casco sigue en mi cabeza, pero mis ojos deben brillar. No me detengo a pensarlo: la imagen de Ethan cruza por mi mente, él en la pista oficial con su sonrisa de superioridad; yo, anónima, con este equipo oscuro. Nadie sabrá que soy yo hasta que cruce la meta delante de él.
Evans me indica otra tanda de vueltas. Vuelvo a arrancar; cada curva se siente distinta y cada salto me exige más precisión. Me concentro en la respiración, en los puntos de frenado y en la postura del cuerpo. Mis brazos trabajan, mis piernas absorben y mi mirada nunca se queda en la rueda delantera: siempre busca la salida.
Caigo de nuevo en una curva, pero me levanto sin esperar ayuda. Cada caída es un ajuste, un aprendizaje; cada vuelta es un ladrillo en la pared que estoy construyendo entre la Isa que conocen y la Isa que va a destronar al idiota ese.
Cuando Evans me hace señas de detenerme, el sol ya se inclina sobre los árboles. Evangelina corre hacia mí y me abraza; su risa estalla en mi oído. Yo apenas puedo respirar, pero me siento viva.
—Estás lista para mucho más —me dice en voz baja—. Ethan no sabrá qué lo golpeó.
Evans apaga la moto y la sube de nuevo a la camioneta. Yo me quito el casco; el aire fresco me golpea la cara sudada. Me limpio el polvo de las mejillas; mis manos tiemblan, pero no por cansancio. Es otra cosa.
—Vamos a volver en unos días —dice Evans—. Quiero que hagas tandas largas y que trabajes la resistencia; no solo velocidad. Esto es estrategia.
Lo escucho y asiento; sé que quiere tanto como yo hacer rabiar a Ethan.
Subimos a la camioneta. Al llegar a la mansión de Evangelina, la luz del atardecer tiñe las paredes de dorado. Evans descarga la moto sin ayuda; yo llevo el casco y las botas. Todo queda guardado en un cuarto cerrado al que solo él tiene acceso. Ninguna pista queda a la vista; nadie sabrá nada.
Me ducho rápido y vuelvo al salón. Evangelina está sentada en el sofá, sonriendo.
—¿Te das cuenta? —me dice—. Hoy empezó la caída del idiota.
—Gracias a ti por todo esto; ahora sí me siento en casa. —Ambas nos reímos.
Evans entra al salón y deja unas llaves sobre la mesa.