El motor vibra bajo mí, listo para devorar el circuito. El sol cae sin piedad sobre el desierto de Mojave California, ondulando el aire frente a la línea de salida. La arena arde. El olor a gasolina, caucho y aceite flota en el aire. Este es mi terreno, aquí me siento invencible.
Soy Ethan, tengo veintiséis años y llevo cinco invicto. Ninguno ha logrado arrebatarme el primer puesto. Mi estantería está repleta de trofeos, medallas y placas grabadas con mi nombre. Las he ganado una a una, carrera tras carrera. No hay temporada en la que no termine arriba del podio.
Y eso no ha pasado desapercibido. Frente a la pista, la multitud grita mi nombre. Carteles con el número 27 se levantan entre sombrillas. Un grupo de chicas agita cintas doradas improvisadas. Algunos llevan camisetas con mi rostro y frases ridículas que no puedo evitar disfrutar: «Rey del desierto», «Imparable Ethan». Cada carrera se vuelve un espectáculo, y yo soy el centro.
Camino hacia la parrilla con el casco bajo el brazo. Siento miradas, cámaras, gritos. A algunos les intimida, a mí me enciende. Ajusto guantes, cierro hebillas de las botas, acomodo el protector de cuello y subo a mi KTM 450 SX-F. Con solo apoyar las manos sobre el tanque naranja ya sé que todo está en orden. Mi moto responde al tacto mejor que muchos amigos.
—Otra carrera, otro podio —murmuro.
A mi izquierda, Evans estaciona su Yamaha. Siempre tan exagerado. Casco azul eléctrico, gafas polarizadas, sonrisa falsa. No ha ganado ni una, pero habla como si dominara el circuito.
—¿Listo para perder, campeón? —lanza con tono burlón.
—Espero que hayas traído binoculares —respondo con una media sonrisa—. Vas a verme de lejos, como siempre.
Su gesto se tuerce. Bien, eso me anima.
Miro alrededor. Reconozco cada dorsal. Cada traje. Excepto uno. Línea derecha, cuarta posición. Un corredor desconocido. Casco negro mate sin stickers. Traje también negro, sin logos. Todo limpio, silencioso. No parece parte de ningún equipo grande. Su estatura no supera el 1,70, bastante menos que mi 1,85. Se sube a la moto con movimientos tranquilos y precisos. Revisa manillar, suspensiones y escape con cuidado. No hace gestos innecesarios.
—¿Quién es ese? —le pregunto al mecánico que revisa la presión de mis neumáticos.
—Se inscribió esta mañana. No hay ficha. Nadie lo conoce.
Nuevo. Excelente, será un espectador más detrás de mí.
Semáforo rojo. Todos bajamos viseras. Los motores rugen al unísono. La arena tiembla.
Tres.
Dos.
Uno.
¡Verde!
Acelero a fondo. La rueda trasera escupe una nube dorada y salgo primero. El aire caliente golpea mi pecho. La pista serpentea entre dunas, con saltos dobles, mesetas y curvas cerradas marcadas por cinta roja. Conozco cada tramo.
En la primera curva levanto una nube perfecta de arena, mi estilo siempre impecable. La gente grita. Sé que esperan otro show de Ethan.
Evans queda en tercer lugar. Reconozco el sonido de su moto detrás, insistente pero lejano. Lo que no esperaba es sentir al 14, el nuevo, pegado a mí desde la segunda recta. No se despega.
—¿En serio? —mascullo dentro del casco.
Salto doble. Mi caída impecable. El 14 hace lo mismo, sin titubeo. En la siguiente curva interior se pega más, anticipando mi línea. No me adelanta todavía, pero su presencia es clara. No es casualidad. Sabe lo que hace.
En la tercera vuelta aumento la intensidad. Abro gas antes de cada rampa, mantengo la rueda delantera baja para no perder tracción. En curvas, derrapo con precisión. Mi KTM responde con agresividad.
El 14 sigue ahí.
No solo mantiene el ritmo: me presiona.
En la vuelta cuatro ocurre lo impensable.
En el salto triple más riesgoso del circuito —el que pocos se atreven a tomar sin frenar—, el 14 se lanza sin titubeo. Vuela más lejos que yo y aterriza suave delante.
El público explota.
Yo aprieto los dientes.
—Vaya… —murmuro—. Esto se pone interesante.
Empiezo a analizar cada gesto. Su postura es distinta. No confía en la brutalidad del acelerador, sino en la técnica pura. Traza líneas limpias, aprovecha la inercia en cada curva, anticipa mis maniobras. Tiene un centro de gravedad más bajo que le permite cambiar de dirección sin esfuerzo. Y aunque el traje negro y el casco no muestran nada, algo me llama la atención: la silueta es más delgada, los movimientos tienen cierta elegancia.
Una idea cruza fugaz mi mente.
¿Y si…?
La descarto de inmediato. La carrera es primero. Las preguntas son después.
Evans intenta una jugada por la derecha en la quinta vuelta, buscando adelantar a ambos. El 14 responde cerrándole el paso sin contacto, obligándolo a frenar y tragar polvo. Yo salgo disparado detrás, pero sigo en segundo. Eso no pasa nunca.
La pista empieza a degradarse. Surcos profundos en las rampas, curvas con arena suelta. Normalmente aquí saco ventaja, porque sé cómo leer cada irregularidad. Muchos fallan, pero yo no.
Pero el 14 tampoco.
Cada tramo lo toma parece que hubiera entrenado aquí toda la vida.
Penúltima vuelta. Respiro hondo. Recta larga. Aprieto el acelerador hasta el límite. La rueda delantera apenas roza el suelo. Me emparejo con el 14. El público grita mi nombre con intensidad. Ethan, Ethan, Ethan.
Por un segundo, estamos hombro a hombro.
En la siguiente curva, el 14 cambia de línea antes que yo, obligándome a frenar. Me vuelve a dejar atrás. Es preciso y desconcertante.
Última vuelta.
No queda margen.
La adrenalina me recorre de pies a cabeza. Ajusto la postura. Cada músculo trabaja al límite. El motor de la KTM ruge con furia.
Curva cerrada. Salto doble. Recta corta. El 14 sigue delante. Evans ya está lejos. Solo quedamos él y yo.
La meta se acerca, después de un último salto con rampa en subida. Acelero con todo. El motor grita. Me acerco. Cada metro cuenta. Estoy tan cerca que casi puedo tocar la rueda trasera del 14.