Lima, Perú, hace diecisiete años.
El ocaso hacía que todo luciera naranja alrededor de Laura Solís y Malinas. La joven Suboficial Técnico de Segunda de la Policía Nacional y su agente canino recorrían la zona más peligrosa de la ciudad: los vertederos clandestinos. Habían dejado la tranquila y limpia zona de desembarque de carga internacional del aeropuerto por la solicitud de ayuda que la municipalidad de esa zona hizo llegar a la policía para rastrear estupefacientes, mercancía ilegal que pobladores marginados guardaban entre la basura para evitar el agudo olfato canino. Cuando pensó que por la llegada de la noche iban a dar la orden de retirada, se dio con la sorpresa de que habían llevado reflectores para continuar con la labor. Solís estaba asqueada de caminar entre tanta inmundicia, y por más que estuviera protegida por mascarilla, guantes y mameluco le preocupaba Malinas, una hembra de raza pastor belga malinois, que andaba sin ningún resguardo higiénico por el lugar.
En eso ocurrió algo extraño. La luna, que hasta hace poco estaba cubierta de espesas nubes, apareció en el cielo con una luminosidad que competía con los reflectores. Era tan intensa que parecía que emitía luz propia, cosa que no era posible, ya que no es una estrella. Sin embargo, daba la sensación de querer iluminar toda el área del relleno sanitario ilegal.
Malinas estaba nerviosa y empezó a tirar de Solís para soltarse del amarre de la Suboficial. Cuando lo logró, salió a velocidad hacia la parte posterior de un montículo de basura que se encontraba a unos cien metros. Solís corrió detrás del can sin entender qué hacía que el comportamiento del animal fuera tan nervioso, desesperado, hasta que vio la manta. Malinas trataba de sacar a la superficie algo que estaba cubierto por una manta y se encontraba debajo de unas bolsas con basura. Ladró como si quisiera que Solís hiciera algo en específico, y cuando ella se acercó a ver qué había encontrado el agente canino, se llevó una gran sorpresa: era un bebé.
Llamó por radio a sus compañeros, alertando el descubrimiento de un recién nacido entre la basura. Tomó en sus brazos a la criatura que, además de sus ropas, llevaba un collar cuya cadena sostenía a su cuello un dije con una hermosa piedra que a la luz de la luna brillaba en tonos azulados. Malinas alzaba sus patas delanteras como si quisiera ver al bebé para asegurarse que estaba vivo. La insistencia del animal hizo que Solís saliera de su asombro y corriera con el pequeño ser en brazos por ayuda.
Por la radio le indicaron que estaba llegando una ambulancia para llevarse al recién nacido hacia el Hospital de la Policía Nacional. Cuando Solís llegó a la explanada donde habían parqueado los vehículos, la ambulancia hacía su arribo. En medio de gritos pidió ingresar al vehículo, arrancar y que el paramédico revise al menor camino al hospital. Pusieron al bebé en la camilla y comenzaron a revisar sus signos vitales y a darle oxígeno.
Tras deshacerse del mameluco y demás accesorios de protección que llevaba consigo por el trabajo en el vertedero, Solís pasó a una zona de desinfección y pudo entrar al hospital. En la zona de emergencia pediátrica, el neonatólogo revisó al bebé. Resultó ser una niña que, por las condiciones de su cordón umbilical, medidas de su cabeza y tamaño corporal, era prematura, de unas treinta y cinco semanas, y tenía apenas horas de haber sido alumbrada.
(...)
Su nombre se lo dio Solís. El neonatólogo indicó que había nacido en horas de la mañana de ese día, por lo que su fecha de nacimiento era el 10 de julio. Cuando la enfermera consultó por su nombre, Solís revisó el calendario católico colgado en una de las paredes de la estación de enfermería, ya que no se le ocurría más que elegir el nombre de la santa cuyo onomástico caía ese día. Como católica, Solís pensaba que dicha santa debió interceder por la recién nacida ante El Padre para sobrevivir a tremendo abandono.
Su apellido se lo dio el Estado. Como fue encontrada en completo abandono, fue el Gobierno del Perú quien se hizo responsable de su cuidado. Así que en el registro civil barajaron una serie de apellidos que aparecían en su sistema, dejando a la suerte, o al algoritmo que determinaba la selección aleatoria, la elección de su apellido. Así fue como terminó llamándose Amelia Meyer.
(Narra Amelia)
Después de dos semanas en el hospital, los médicos me dieron de alta y fui trasladada al Hogar de María, orfanato estatal promovido por las Hermanas Franciscanas de María Inmaculada. La trabajadora social del Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables me llevaba en brazos, mientras que Solís cargaba un bolso de maternidad con ropa que el personal de salud del nosocomio había donado. La Hermana Gloria era la encargada de la casa de acogida de menores en desamparo y la encargada de recibirme. Cuando llegué, era la única bebé entre cincuenta y ocho menores de edad albergados bajo el cuidado de las religiosas.
La implementación permanente de asistencia psicológica en los orfanatos hizo que la licenciada Mónica Espinoza siga mi caso desde un inicio y me ayude a superar muchas situaciones dolorosas, como las que padecí al ser insultada por mis compañeros de colegio al enterarse que estaba en el Hogar por haber sido abandonada en un vertedero clandestino.
Solís y las Hermanas Flor y Aurora habían creado una historia sobre mi procedencia, ya que las tres pensaban que no debía enterarme de la verdad hasta que tuviera la edad adecuada para entenderla. Sin embargo, a los cinco años, cuando llegué al colegio estatal en el que iba a estudiar, una niña se molestó conmigo por ganarle en un juego durante el recreo y gritó que nadie debía jugar conmigo porque al haber sido recogida de la basura ensucio todo lo que toco. La madre de esa niña era la secretaria del colegio, y la había escuchado comentar mi caso con unas profesoras durante uno de los recesos.
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hombre lobo alpha y luna, huerfana hija de la divinidad, sobrenaturales entre los humanos
Editado: 22.12.2023