La hija del Ceo

Capítulo 4

Ana

La tarde llego y dejé a Sofía en casa de Laura, mi amiga y vecina, con la excusa de que tenía que resolver unos pendientes en la fábrica. Ella, como siempre, aceptó encantada. Sofi adoraba quedarse con sus hijos.

Yo solo necesitaba despejarme, para poner en pausa el torbellino que me recorría el cuerpo desde que escuché ese deseo salir de los labios de mi hija.

Caminé unas cuadras hasta el bar de la plaza. Era uno de los pocos lugares abiertos a esa hora. Mariela ya me esperaba en una mesa junto a la ventana, me sonrió apenas me vio, con esa complicidad silenciosa que solo las amigas de verdad comparten.

—¿Y ahora qué hiciste, Ana? —bromeó al verme— tienes cara de haber visto un fantasma.

—Peor —le dije mientras me dejaba caer en la silla frente a ella— Vi a David, está acá.

Mariela abrió los ojos, sorprendida. Dejó su copa a medio beber entre la mesa y sus labios.

—¿Cómo que está acá? ¿en el bar?

—Lo cruce cuando venia, creo que no me vio, y no creo que venga para aquí, pero eso no es lo peor, sino que ahora Sofía escribió en su carta a Papá Noel que quiere conocer a su papá.

Ella no dijo nada por unos segundos. Solo me miró,

—¿Y qué vas a hacer?

—No sé. Tengo miedo, Mariela, yo. construí esta vida con tanto esfuerzo, escapando de todo lo que me rompió allá. De él. Y ahora… siento que todo se me desarma.

—Ana —me dijo con suavidad— No puedes esconderla de él para siempre.

—No es solo eso. Es él. Es… todo lo que me hizo. No sé si estoy lista para volver a abrir esa puerta.

El mozo se acercó a dejarnos la comida. La charla quedó en pausa unos segundos. Intenté concentrarme en el plato, pero no tenía hambre. Solo quería irme a encerrarme y llorar y entonces pasó.

La puerta del bar se abrió, y sentí que el mundo se detenía, era él, David.

Entró acompañado de una mujer, ella es alta, elegante, con una belleza de revista. Sonreía mientras él le sostenía el abrigo. Se sentaron dos mesas más atrás de nosotras, sin notar nuestra presencia.

El corazón me dio un vuelco. No pude apartar la vista. Mariela lo notó enseguida y me tomó de la mano.

—No mires más, Ana.

—Está con alguien —susurré—. ¿Será su pareja?

—No lo sé. Y no importa. Lo importante ahora eres tu y no dejes que esto te derrumbe.

Pero ya era tarde. Me sentía una intrusa en mi propia historia. Como si de repente todo el dolor que había logrado enterrar viniera a reclamar su lugar y me levanté.

—Necesito aire —dije. Y salí del bar sin mirar atrás.

David

No pude dormir desde aquel encuentro con Ana, el pasado parecía haberse instalado en mi cama, junto a mis recuerdos, mis errores y esa mirada suya que aún me dolía más que cualquier golpe que haya recibido en la vida. Cerraba los ojos y veía sus pestañas temblando, escuchaba su voz quebrada diciendo que no me perdonaba.

No la culpo. Yo tampoco me perdonaría.

Desperté antes de que saliera el sol. Caminé hasta la cocina de la habitación de hotel que alquilé en el pueblo. Era pequeña, sencilla, y todo lo contrario a lo que solía rodearme en la ciudad. Por primera vez en años, no tenía agenda, ni reuniones, ni decisiones que tomar… salvo una, acercarme a mi hija.

Esa palabra me quemaba en la lengua. Nunca la había pronunciado. Nunca la había sentido mía. Pero bastó verla una sola vez para que todo mi mundo girara.

Encendí el celular y escribí un mensaje. A Ana.

“Quiero hablar. Solo eso. Por favor.”

Lo envié, sabiendo que probablemente lo ignoraría. O peor, que me contestaría con uno de esos mensajes fríos que usaba cuando intentaba parecer fuerte. La conocía demasiado bien como para no adivinar sus mecanismos de defensa.

Esperé minutos, horas y nada.

Salí a caminar por las calles silenciosas del pueblo. El aire olía a pan recién horneado y a tierra húmeda. Muy distinto del ritmo apurado de Buenos Aires. Había algo sanador en esa quietud, pero también algo profundamente cruel, y es que el silencio te obligaba a pensar y yo no quería pensar.

Pasé por una plaza y la vi a Sofía.

Estaba sentada en un banco con una nena más pequeña, tal vez una amiga, se reían y compartían algo en una caja de cartón, tal vez un juego.

Lo peor es que no podía acercarme. No debía, pero mis pies no opinaban lo mismo.

Avancé unos pasos u ahí estaba ella, la niña que no crié, la que no vi dar sus primeros pasos, ni decir su primera palabra, ni llorar la primera vez que se cayó de la bici. Me dolía el alma de tan solo mirarla.

Una parte de mí quería salir corriendo. La otra, la que hablaba más fuerte, solo quería decirle “Hola, soy tu papá” pero no lo hice, en cambio me di la vuelta y me alejé como un cobarde.

Esa noche, el mensaje de Ana llegó.

“No tengo nada que hablar contigo, dejá que Sofía viva en paz.”

Fue cortante, cruel y directa, como si yo no tuviera derecho. Como si no me doliera también a mí.

La llamé y no contestó, la volví a llamar y nada, entonces escribí otro mensaje. Uno que me llevó más de media hora redactar

“Solo quiero conocerla. No voy a forzar nada. Si ella pregunta por mí, no le mientas. No quiero robarte nada, Ana. Solo quiero reparar, aunque sea un poco, lo que rompí.”

No hubo respuesta.

Me serví un whisky, me senté en la cama y pensé en cómo arruiné todo por una maldita mentira, porque eso fue una trampa, una manipulación y yo caí.

Y ella se fue y se llevó con ella a nuestra hija y no la volví a ver en diez años.

A la mañana siguiente, tocan la puerta, me sobresalté y miré por la ventana, era Mariela.

—¿Puedo pasar? —pregunta con esa sonrisa cómplice que siempre tuvo.

—Sí… claro.

—Ana está hecha un torbellino. No dice nada, pero yo la conozco. La vi llorando en silencio anoche.

—¿Y Sofía? —pregunté.

—Está confundida y curiosa, me preguntó por ti y por qué la mirabas así y por qué su mamá te odia.




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