Capítulo 8
Ana
No supe si era el café o la presencia de David lo que me tenía temblando por dentro. Él me miraba como si pudiera ver más allá de mis ojos, como si intentara descifrar en mi rostro todo lo que no había dicho en estos años.
—No quiero que pienses que vengo a imponer nada —dijo con voz grave—. Solo… necesito saber cómo está. Cómo es. Qué le gusta. Qué sueña.
Mis dedos se enredaban con el borde de la taza. Evitaba mirarlo directamente porque su mirada me removía los cimientos, como si fuera capaz de derribar las murallas que me tomó años levantar.
—Sofía es inteligente, traviesa… y sensible. Le encanta leer y odia las matemáticas. A veces siento que está muy sola, y sé que es culpa mía.
David tragó saliva y sus ojos, ahora húmedos, bajaron hacia la mesa.
—¿Sabe de mí? —consultó con esperanzas y negué lentamente.
—No con nombre. Le inventé una historia… Una absurda historia de cuentos. Que su papá era un viajero, alguien que no podía quedarse mucho tiempo en un lugar, pero que la amaba desde lejos.
David se quedó en silencio. Supuse que estaba procesando todo, pero cuando alzó la vista me sorprendió el brillo decidido en sus ojos.
—Quiero conocerla. Quiero ser su padre. No me importa si me odia al principio o si le cuesta aceptarme… Voy a estar. De ahora en más, voy a estar, Ana.
Me dolía. Me dolía el alma. Porque sabía que él decía la verdad. Pero también sabía que ya no éramos los mismos, y no sabía si Sofía podía entender algo tan complejo como el pasado que nos unía.
—Está bien —susurré—. Pero vamos despacio. No quiero que se asuste.
—¿Puedo verla hoy? Aunque sea de lejos. Solo… para empezar a hacerme real para ella —no pude decir que no y asentí.
—Mañana sale a las cinco de sus clases de apoyo. A veces se queda jugando un rato en la plaza que está frente al colegio.
David sonrió. No con alegría, sino con alivio. Como si al fin pudiera respirar después de mucho tiempo.
—Gracias, Ana. Por no seguir huyendo.
Y no supe qué responderle. Porque en el fondo, una parte de mí todavía quería salir corriendo. Pero la otra… la otra se estaba quedando.
David
El silencio de la habitación se volvió pesado cuando cerré la puerta. Dejé las llaves sobre la mesa y, sin quitarme el saco, me desplomé en el sillón. La conversación con Ana había dejado una marca profunda. No era la primera vez que discutíamos, pero esta vez había algo distinto, una verdad latente que nos desbordaba a los dos.
Quise distraerme, pero mis pasos me llevaron hasta la maleta abierta en el rincón. Buscando unos papeles, tropecé con una carpeta vieja que llevaba años sin abrir. La abrí sin pensar y allí estaba, ers una fotografía arrugada, amarillenta por el tiempo. Ana y yo en la playa, abrazados, riendo, con el viento despeinando su cabello.
Me quedé quieto, con la imagen entre los dedos, como si pudiera viajar a ese momento y advertirme de todo lo que vendría. Nunca imaginé que podría perder tanto. A ella. A mi hija. A mí mismo.
Recordé la sensación de su piel contra la mía, el olor a salitre mezclado con su perfume. Esa tarde, Ana me había dicho que jamás podría dejar de amarme. Y yo, tan seguro de que nada podría rompernos, no supe cuidar lo que tenía. Cometí el peor error de mi vida, y pagué caro.
—Lo siento tanto —murmuré, hablándole a la imagen que tenía entre las manos.
Me levanté, tomé un vaso de agua y me acerqué a la ventana. La noche había caído, cubriendo todo de pensamientos oscuros. Me pregunté cómo habría sido la infancia de Sofía. Si habría llorado por mí. Si alguna vez preguntó por su padre. Y sobre todo, cuántas veces Ana tuvo que inventar respuestas para no hablar de mí.
Apreté los dientes. No podía culparla. Le fallé primero. No sólo traicioné su confianza, también le destrocé el alma. El hecho de que se fuera embarazada decía mucho más de lo que ella estaba dispuesta a contarme.
Me pasé una mano por el rostro, sintiendo el ardor en los ojos. No lloraba desde que murió mi padre, y sin embargo, ahí estaba… al borde. No por la traición, ni por el tiempo perdido con Ana, sino por esa niña de ojos enormes que seguramente había esperado, aunque fuera una sola vez, que yo apareciera en su vida.
—Sofía —susurré su nombre con temor, como si al decirlo la hiciera más real, más presente, más mía, me puse de pie, incapaz de seguir quieto, caminar me ayudaba a pensar, aunque esta vez ni eso me calmaba.
Revisé el reloj y quedaban pocas horas para el encuentro con Ana y mañana, en esa panadería, íbamos a hablar sin rodeos. No iba a dejar que escapara de nuevo. No esta vez.
Quería mirar a mi hija a los ojos y decirle quién eea, y no sabía si me odiaría, si me rechazaría, si me vería como un extraño. Pero tenía que hacerlo, aunque eso me partiera al medio.
Volví a sentarme y tomé la foto una vez más, pasé los dedos por el rostro de Ana como un tonto enamorado y tal vez lo era. A pesar de todo, seguía siéndolo.
—Te amé entonces, te amo ahora —murmuré, y me prometí en silencio que esta vez no me iba a rendir tan fácil.
Guardé la foto en mi billetera, como si me sirviera de ancla, de impulso, al final, los recuerdos dolían, pero eran lo único que me conectaba con lo que fuimos… y con lo que, tal vez, aún podíamos ser.