Ana
No dormí en toda la noche, cada vez que cerraba los ojos, volvía a ver los suyos. Esos ojos intensos que tanto me amaron… y que tanto herí, la forma en que me miró, como si el tiempo no hubiera pasado, como si todavía quedara algo entre nosotros, me perforó el alma y tal vez quedaba, aunque no quisiera admitirlo.
Me senté en la cama, con la sábana enredada en las piernas, afuera el cielo empezaba a aclararse y la luz tenue que se filtraba por la ventana no alcanzaba para espantar la tormenta que tenía dentro de mi pecho.
Sofía dormía profundamente en su cuarto. Le di un beso antes de acostarme, le acaricié el cabello y me quedé un rato observando su respiración serena, ella no sabía nada, todavía. Y yo… yo seguía sin encontrar el valor para contarle la verdad.
¿Cómo se dice algo así sin destruir lo que construimos juntas? ¿Cómo le digo que el hombre que vio días atrás es su padre? ¿Cómo se explica una mentira que duró casi una década?
Me levanté y fui directo a la cocina. Preparé café, aunque sabía que no lo iba a tomar, solo necesitaba ocupar mis manos para no pensar, pero los pensamientos eran más fuertes, me empujaban, me golpeaban con preguntas y recuerdos que ya no podía evitar a David.
Cuando lo vi en la confitería, creí que el corazón se me iba a salir del pecho. Pensé que me caería, que me faltaría el aire, pero no. Me quedé quieta y firme. Como si no me afectara, como si no doliera y eso es mentira.
Me dolía. Todo me dolía, su voz, su presencia, el reproche en su mirada. Pero más que nada, me dolía lo que venía, el momento en que Sofía lo supiera.
Volví al cuarto y abrí la cajita de madera donde guardaba mis tesoros, entre ellos, una foto de nosotros dos, jóvenes, felices, e ilusionados. Una imagen que había ocultado durante años y que ahora, después de ver a David, sentía la necesidad de mirar, lo que fuimos, lo que perdimos.
Mis dedos rozaron el borde de la foto y, sin poder evitarlo, una lágrima cayó sobre el papel, la limpié con cuidado, como si borrar la lágrima pudiera borrar también el dolor.
Había decidido volver a verlo hoy, la charla de ayer fue muy tensa y hoy tenía que reparar algo para evitar que me quite a mi hija.
¿Qué me iba a decir hoy? ¿Iba a reprocharme otra vez? ¿A juzgarme? ¿O iba a pedir conocer a su hija?
Porque eso era, su hija, nuestra hija y aunque yo la había criado sola, no podía negar que ella tenía su misma mirada.
—Ay, mi amor —susurré al ver a Sofía aparecer en la puerta, frotándose los ojos—¿Te desperté?
—No… soñé con vos, estábamos las dos en un parque —dijo con una sonrisa soñolienta y se me subió encima, abrazándome, tragué saliva, ella era mi paz y mi condena, mi milagro y mi castigo.
—¿Hoy vas a trabajar con Mariela? —preguntó mientras jugaba con el cuello de mi pijama.
—Sí. Pero antes tengo que hacer un mandado. Un encuentro, en realidad.
—¿Con quién? —me miró con curiosidad.
Me tensé, ya que no estaba lista para decirlo, no todavía.
—Con un señor… con alguien que conocí hace mucho. Es importante.
Ella asintió, sin insistir, y se acurrucó a mi lado.
Perdóname, Sofía, pensé, voy a contártelo, pero necesito un poco más de tiempo.
Cuando la dejé con Mariela, le pedí que no la sacara a pasear, que la mantuviera ocupada en casa. No quería correr el riesgo de que David se cruzara con ella sin estar yo presente, puesto que ese momento tenía que ser íntimo y nuestro.
Caminé hasta la panadería y mis piernas temblaban, sentía un nudo en la garganta que me costaba tragar, estaba por enfrentarme a todo lo que había evitado durante años.
Y ahí estaba él. Puntual, sentado en una mesa al fondo, con un café sin tocar y la mirada clavada en la entrada, como si supiera que llegaría en ese instante.
Cuando me vio, se levantó. Y por un momento, volvió a ser el David de antes. El que me esperaba con flores, con sonrisas, con promesas.
Me acerqué despacio. No sabía qué decir. No sabía si podía hablar sin quebrarme.
—Gracias por venir —dijo él, rompiendo el silencio.
—No te iba a dejar sin respuestas —contesté y mi voz sonaba firme, pero por dentro estaba hecha pedazos.
Nos sentamos, y nos miramos, el tiempo entre nosotros se suspendió, como si todo el bullicio del lugar desapareciera.
—Necesito saber todo, Ana. Toda la verdad. No me ocultes nada más —pidió, con una mezcla de súplica y autoridad que me desarmó.
Asentí, era lo justo, lo merecía y también lo necesitaba.
—La noche que supe de tu traición… —comencé, tragando saliva—… también supe que estaba embarazada.
David cerró los ojos, respiró hondo, pero no dijo nada.
—Tenía miedo, estaba rota, no podía mirarte, ni enfrentar lo que había pasado y menos podía imaginar criar a una hija contigo después de eso.
—¿Y por qué nunca me lo dijiste? —preguntó y tenía los ojos húmedos.
—Porque pensé que era lo mejor y porque quise protegerla. Porque fui cobarde.
Nos miramos, él luchaba contra el llanto, yo también, el aire nos pesaba.
—Quiero que Sofía sepa la verdad, toda la verdad —dijo firme y ahí supe que ya no podía seguir huyendo.