Ana
David se fue y me quedé viendo cómo desaparecía por la puerta, sabía que de aquí en adelante nada será igual para ninguno.
Veía en el enojo y al mismo tiempo arrepentimiento por lo sucedido en el pasado, y fue ese error lo que nos separó.
Sabía que había sido soberbia al pensar solo en mi dolor, nunca debí ocultar la existencia de Sofia, pero ya lo había hecho y durante nueve años fue así.
La familia de David tenía mucho poder y dinero, aun no sabía si ellos lo sabían, pero se que cuando lo sepan serán más duros de lo que fue él.
Por un momento me puse en su lugar, pero al mismo tiempo no podía ya que no entendía nunca el dolor que le causó mi accionar.
Había sido egoísta con él y su familia, pero sobre todo con Sofia. Ella es una niña alegre, quien siempre fue curiosa por saber sobre sus raíces y siempre se la dibuje mintiendo.
No siquiera mis padres sabían de la existencia de mi pequeña. Ella creció solo conmigo. Tenía mucho que explicar y no sabía por donde empezar.
—¿Estas bien? —mire al frente y me encontré con Mariela, mi amiga, la que me extendió la mano y quien me ayudo durante estos años en la crianza de mi hija.
—No y no sé por donde empezar, te das cuenta que hice todo mal —Mariela me miró con lastima, me sonrió pero sabía que ese gesto se debía a que ni ella sabía cómo ayudarme.
—Ya paso, ya lo hiciste, no puedes volver el tiempo, pero si mejorar el presente para que Sofía tenga un excelente futuro —dijo mientras sostenía mi mano por encima de la mesa y me aferre a ella con fuerza.
—¿Y si me odia, Mariela? ¿Y si cuando le diga todo me mira como si fuera una extraña? —la angustia se me escapó como un suspiro roto.
—No lo hará —aseguró— Es tu hija, y aunque se enoje, aunque llore o no entienda, el amor que le diste estos años no desaparece, estás a tiempo, Ana.
Asentí, tragando el nudo que tenía en la garganta, necesitaba valor, no para enfrentar a David, sino para mirar a los ojos a mi hija y contarle la verdad que tanto tiempo le negué. Quería creer que era por protegerla, pero en el fondo, era por miedo. Miedo a perderla. A que ya no me viera como su todo, a que en su corazón comenzara a crecer ese hombre que le dio la vida, pero no estuvo cuando lloró por fiebre, cuando aprendió a caminar, cuando me decía “mamá” por primera vez.
—Voy a hablar con ella esta noche —dije, casi como una promesa —Mariela sonrió con dulzura.
—Te va a hacer bien, a las dos les va a hacer bien.
Nos quedamos en silencio unos minutos, mirando por la ventana del local, el día estaba nublado, pero no hacía frío. Era uno de esos climas que daban para pensar, para hacer memoria… o para empezar de nuevo.
Me levanté, le agradecí a Mariela y volví a casa, Sofía aún no había llegado de las clases de apoyo, respiré hondo, me miré en el espejo del pasillo y casi no me reconocí. No por el físico, sino por el torbellino de emociones que había dentro de mí, apreté los puños y me senté en el sillón del living, con un cuaderno en la mano y empecé a escribirle una carta. Una que le entregaría si me faltaban las palabras cuando llegara el momento, porque si algo tenía claro, era que no podía seguir callando.
Querida Sofía,
Hay algo muy importante que quiero contarte. Algo que debí decirte hace tiempo. Y aunque tengo miedo, sé que mereces conocer tu historia completa…
En ese momento escuché la llave girar en la puerta, era ella, guardé la carta en el bolsillo del pantalón, ya que no iba a necesitarla. Hoy era el día.
—¡Hola, má! —Sofía entró como una ráfaga de viento, dejando su mochila en el piso del comedor, su energía llenó la casa y su voz hizo que el silencio anterior pareciera de otra vida.
—Hola, mi amor —respondí, tratando de sonar normal, pero sentí que la voz me temblaba apenas un poco, ella no lo notó, ya que estaba demasiado entusiasmada.
—Hoy en la clase de apoyo hicimos un ejercicio de escritura creativa, teníamos que inventar un final distinto para un cuento conocido y yo elegí Caperucita Roja, en mi versión, el lobo era bueno y solo quería invitarla a su cumpleaños, pero la abuela era una bruja que lo había hechizado para que pareciera malo.
—¿Y qué dijeron tus profes? —pregunté, forzando una sonrisa mientras me sentaba en el sillón y ella se acomodó a mi lado, sin darme tiempo a reaccionar.
—¡Que era súper original! Me felicitaron un montón, má y después, con Lola, fuimos a la plaza, me subí tres veces al pasamanos sin caerme. ¿Sabés lo que es eso? ¡Un récord!
Me reí, genuinamente esta vez, su risa era contagiosa, y verla tan feliz me desarmaba por dentro, me hablaba con las manos, con los ojos brillantes, con la emoción de quien aún no conoce la decepción ni las grandes pérdidas, quería conservarle esa pureza un poco más.
Pasamos la tarde entre charlas, meriendas y alguna que otra serie en la televisión, me contó de un compañero nuevo que le gusta y cómo no se anima a decírselo, y yo fingí sorpresa y le prometí que ese era un secreto entre las dos. Le acaricié el pelo mientras apoyaba la cabeza en mi regazo, y mientras hablaba, sentí que se me estrujaba el alma.
¿Cómo le iba a decir que su mundo no era como ella creía?
Mi corazón latía cada vez más fuerte con solo pensar en abrir la boca y cambiar para siempre su historia. Pero no podía. No hoy.
El miedo se apoderó de mí. Miedo a destruir esa risa fácil, miedo a su mirada cuando descubriera que le mentí durante nueve años, miedo a que deje de confiar en mí, estuve a punto de sacar la carta del bolsillo, pero mi mano quedó quieta, como paralizada, no soy capaz de hacerlo sola.
Cuando Sofía se fue a duchar, me encerré en la cocina, respiré hondo y marqué un número que me había pasado Mariela semanas atrás, “por si algún día lo necesitás”.
—¿Hola? ¿Psicología Infantil y Familiar?
—Sí, buenas tardes, ¿en qué puedo ayudarte?
—Necesito… —hice una pausa— necesito ayuda para contarle a mi hija quién es su papá, ella no sabe nada y él acaba de aparecer —la voz del otro lado fue suave y empática.