Verónica de Morales se hallaba sentada en el sofá de la sala de estar. Sentía una gran rabia y angustia a la vez, ¿qué le estaba pasando a su hija? ¿Desde cuándo cambió tanto? No lo sabía y no entraba tal cambio repentino en su cerebro.
Frente a ella se podía divisar unos cuantos pañuelos descartables regados por la mesa. Rebuscó en los bolsillos de su campera y sacó uno de los tantos pañuelos.
Suavemente secó sus lágrimas, bebió un trago de una copa de vino añejo y empezó a meditar sobre lo que sucedía mientras otra lágrima surgía.
Se escuchó el ruido de la llave incrustada en la cerradura y Verónica se levantó de inmediato. Tuvo la sensación de que era su hija e iba a acercarse; no obstante, quien abrió la puerta era su marido, Daniel.
–Ya llegué del laburo mi amor. Hoy el jefe estaba malicioso, lanzaba chispas por sus ojos, pero gracias a Dios, Jesús y la virgen; me mantuve enfocado en el trabajo. ¿Y Ángela?
–Tu hija me odia. Es obvio... en cierta forma. No sé para que mier...– Empezó a llorar.
–Tranquila mi amor. Ey, ¿qué pasó?
–No sé. Siempre quise lo mejor para ella, la única cosa que me importaba en esta vida, pero... ¿qué hago mal? No sé.
Luego de decir eso, Verónica se secó las lágrimas con el papel. Daniel la abrazó fuerte y le dio un tierno beso a su mujer en la cabeza. Ella se soltó camino hacia la cocina para preparar la cena y su marido la detuvo diciendo:
–Yo voy a cocinar para levantarte el ánimo y ablandar a Ángela.
–¿Vos sabés si Ángela está comiendo bien? Porque ella me dijo que dejó de comer, ¿podés creer? Una barbaridad Dios, esa pendeja me quiere hacer la vida imposible.
–No hablés así de nuestra hija, amor. Es adolescente.
–¿Adolescente? No me acuerdo ser así a su edad, merece un buen sopapo la maleducada.–Interrumpió Verónica de Morales y su marido pareció hacer caso omiso a su comentario y continuó diciendo:
–En cuanto a como se alimenta, dejame a mí, hoy no quiso el desayuno que le preparé, pero cocinaré hoy yo, de seguro va a comer mi comida. Siempre le gustó. Ya vas a ver.
Ya estaba oscuro, el cumpleaños de Tomás había terminado, y él como buen caballero acompañaba a Ángela hasta a su casa. Ambos irradiaban luz del gozo que sentían. Marchaban caminando por las calles de Justo.
Eran exacto las 20:15 de la noche, la luna llena relucía en aquel cielo atestado de blancas estrellas. Los focos de luz parecían ya estar pronto a su jubilación. Ya que, su luz no era intensa. Y el viento anunciaba el invierno.
–Fua, parece el escenario de una película de terror, debí traer el libro. Que no me cansa decir lo mucho que me encantó.
–Ya sé, lo estuviste repitiendo todo el día. No podés disimular cuando algo te gusta.
Se detuvieron un momento, compartiendo una pequeña risa; se miraron a los ojos y el corazón de ambos tamborileaban enloquecidos. Ella apartó la mirada ruborizada a un costado manteniendo la sonrisa, él con mano temblorosa acarició la mejilla de ella. Al sentir el tacto de él, volvió a observarlo y apartó la mano de Tomás con delicadeza.
–Tengo que llegar a casa, mi mamá seguro va a estar re loca. –Dijo Ángela medio como disculpa.
Siguieron la marcha. En medio de ella, Ángela volvió a sentirse cansada y somnolienta, para vergüenza de ella; su panza lanzó un rugido de hambre que Tomás no pareció notar. Ella se sonrojó y metió panza para ver si así silenciaba. No sirvió, con cuidado y disimulo, se dio un puñetazo en el abdomen para acallar su hambre, por suerte él se hallaba perdido en sus pensamientos.
Llegaron a la casa de ella, Tomás con su característica sonrisa la despidió con un beso en la mejilla. Ángela ya frente a la puerta sacudió la mano en señal de despedida, sacó sus llaves y entró.
Luego de que Ángela desapareciera de la vista de Tomás, él se quedó para allí por unos minutos. De repente, sintió un gran deseo de querer leer el libro y fue para su casa. Por fin... sonriéndole devuelta a la vida.
Cecilia, Carolina y sus respectivos novios, se encontraban cenando en una pizzería. Braían junto con Franco, mientras esperaban la deliciosa pizza –y a la mesera de la pizzería, que, según ellos estaba para comérsela–, se dedicaban a burlar a quien cruzara por la puerta del local. En una ocasión una humilde señora de entre ochenta años pasaba para pedir un encargue, vestida con un vestido color salmón, alpargatas y anteojos cola de botella; susurraron entre ellos.
–Mirá la pasa de uva, vieja rídicula.
Rieron entre ellos como dementes. Cecilia también se unió a las carcajadas con ellos. La única que no se reía era Carolina, que se mantenía distante, como si se encontrara mil años luz de ellos. Veía la ventana mientras pasaba el dedo en el borde del vaso.
–¿Qué pasa mi amor? ¿Por qué esa cara? –Preguntó su novio acariciándole el rostro.
Ella se volvió a él con el gesto de expresión facial que a él le gustaba y confensó sin más lo siguiente:
–Nada... me pintó el bajón, además estoy re caliente con ésa gila de mierda.
–Dejá de pensar en esa puta, ni vale la pena.
–Wacha, después va a cobrar la gata, sabés que te banco en todas loca.–Mencionó Cecilia.
La hermosa mesera se presentó en la mesa con el pedido, una sonrisa celestial, una bella cabellera morocha y salvaje, con una piel bronceada y un traje atractivo pero sutil. Dejó cuidadosamente la pizza en la mesa y se marchó con paso de señorita diciplinada.
Braían y Franco la siguieron con la vista para celo de su novia.
–¡Ey! ¡¿Qué hacés pajero de mierda?! Son unos pejeros de mierda, se calientan con cualquier gata que se les cruza. Aparte ésa meserita de morondaga es tremenda puta.–Dijo de una vez Cecilia furiosa y agregó: –Vos me apoyás, ¿no Carol?
Carolina parecía estar desconectada de lo que sucedía a su alrededor. En ese momento una idea surgió de su mente como un submarino hacia la superficie.