La iglesia del fin

CAPÍTULO 4: "EL REGRESO DEL HÉROE"

Flashback: Tres años antes del encarcelamiento

La sala de conferencias del Hotel Plaza estaba llena hasta el punto de violar probablemente códigos de incendio. Quinientos pastores, líderes de ministerio y teólogos de toda América Latina se habían reunido para lo que los organizadores llamaban "El Simposio de Convergencia Misional"—un nombre grandilocuente para una pregunta simple pero aterradora: ¿Hemos terminado?

Eliseo Montero estaba sentado en la tercera fila, tomando notas meticulosas en una libreta que más tarde se convertiría en uno de sus posesiones más preciadas y problemáticas. No era un líder prominente entonces—su iglesia tenía apenas ciento veinte miembros, su reputación no se extendía más allá de su ciudad. Había pagado su propio vuelo y hotel para estar allí, convencido de que algo importante estaba sucediendo.

Y tenía razón.

El orador principal era el Dr. Samuel Okonkwo, un misiólogo nigeriano de setenta años que había pasado cuatro décadas plantando iglesias en África subsahariana. Su rostro era un mapa de arrugas que contaban historias de sol despiadado, noches sin dormir en aldeas remotas, y la alegría particular que viene de ver a generaciones enteras transformadas por el evangelio.

Hablaba sin notas, su inglés con acento pero perfectamente articulado, proyectado sobre pantallas gigantes en español y portugués.

"Cuando comencé mi ministerio en 1977," dijo el Dr. Okonkwo, su voz retumbando a través del sistema de sonido, "había 247 grupos étnicos en Nigeria sin ninguna porción de la Biblia en su lengua. Ninguna. Cero. Mi primera década la pasé aprendiendo hausa, luego igbo, luego yoruba, traduciendo porciones de las Escrituras, entrenando evangelistas locales."

"Era como plantar semillas en tierra donde ninguna semilla había caído antes. Cada conversión era milagro. Cada iglesia plantada era victoria arrancada del reino de las tinieblas."

Hizo una pausa, sus ojos barriendo la audiencia.

"Hoy, en 2022, cada uno de esos 247 grupos étnicos tiene al menos el Nuevo Testamento en su lengua. La mayoría tiene la Biblia completa. Nigeria tiene más de 70 millones de cristianos—casi el 50% de la población. Las iglesias que plantamos han plantado sus propias iglesias, que han plantado las suyas."

Otra pausa, más larga.

"Entonces me pregunto: ¿Cuál es mi trabajo ahora? ¿Sigo plantando? ¿O es tiempo de regar, de consolidar, de profundizar lo que se ha plantado pero que permanece peligrosamente superficial?"

Era la pregunta que todos en la sala habían estado evitando hacer en voz alta.

El Dr. Okonkwo hizo clic en un control remoto. La pantalla detrás de él mostró un mapa del mundo con superposiciones de datos.

"La organización Puertas Abiertas identifica 10,786 grupos étnicos distintos globalmente. En 1974, cuando comenzó el movimiento de Lausana, 3,000 de esos grupos—casi el 30%—no tenían presencia cristiana conocida. Cero iglesias. Cero creyentes. Cero Escrituras."

Otro clic. El mapa cambió de color.

"Hoy, en 2022, ese número es 42. Cuarenta y dos grupos étnicos sin presencia cristiana conocida. Eso es 0.4%. Y de esos 42, la mayoría están en regiones donde la presencia cristiana está prohibida por gobiernos, no ausente por falta de esfuerzo misionero."

El murmullo en la sala era palpable. Eliseo sintió su pulso acelerarse.

"Entiendan lo que esto significa," continuó el Dr. Okonkwo. "No estoy diciendo que el trabajo está perfecto. No estoy diciendo que cada persona ha escuchado el evangelio claramente. No estoy diciendo que la calidad del discipulado es donde debe estar. Lo que estoy diciendo es que el umbral que Jesús estableció en Mateo 24:14 ha sido cruzado."

Proyectó el versículo en las pantallas:

"Y será predicado este evangelio del reino en todo el mundo, para testimonio a todas las naciones; y entonces vendrá el fin."

"'Para testimonio a todas las naciones,'" repitió el Dr. Okonkwo. "No para conversión de todas las naciones. No para perfección de todas las naciones. Para testimonio. El testimonio ha llegado."

"Y si el testimonio ha llegado, entonces la pregunta que cada líder en esta sala debe responder es: ¿Cuál es nuestra misión ahora?"

Esa tarde, en una sesión de discusión en grupos pequeños, Eliseo se encontró sentado en círculo con doce otros pastores—algunos de mega-iglesias, otros de congregaciones pequeñas como la suya. El facilitador, un profesor de misión de un seminario en Costa Rica, les pidió que respondieran a la pregunta del Dr. Okonkwo.

Las respuestas variaron salvajemente.

Un pastor de una mega-iglesia en Ciudad de México argumentó apasionadamente que la Gran Comisión nunca terminaría hasta que Cristo regresara, que siempre habría personas sin alcanzar, que reducir esfuerzos misioneros sería desobediencia.

Un misionero retirado de Indonesia respondió: "Hermano, pasé treinta años plantando iglesias. Y ahora esas iglesias están enviando misioneros a América Latina. ¿Qué significa eso sobre quién necesita ser alcanzado y quién está haciendo el alcance?"

Una mujer—una de las pocas líderes femeninas en la conferencia—de una iglesia en Guatemala habló con frustración apenas contenida: "Hemos gastado millones enviando misioneros a países que ya tienen iglesias florecientes mientras nuestras propias congregaciones colapsan por falta de discipulado profundo. Bautizamos miles pero no podemos mantenerlos porque estamos tan enfocados en números que olvidamos formación."

Eliseo había escuchado en silencio durante la primera hora. Pero finalmente habló, articulando algo que había estado gestándose en su mente durante meses.

"¿Y si," comenzó tentativamente, "el problema no es elegir entre misión y discipulado, sino reconocer que estamos en una fase diferente? Como en construcción—hay tiempo para poner cimientos, tiempo para levantar paredes, tiempo para el acabado fino. Cada fase requiere herramientas diferentes, habilidades diferentes, mentalidad diferente."




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