—Vamos despacio, Marina —dijo Beatriz Machín, cruzando las piernas con elegancia—. Necesito entender exactamente qué es lo que quieres de mí.
Marina Lozano apretó los labios. Sostenía un periódico doblado de tal forma que el anuncio quedaba bien visible, como si necesitara recordarle una vez más a Beatriz el motivo de su visita.
—¿Quieres que te lo lea otra vez, Bea?
—No es eso —respondió ella con paciencia forzada—. Lo que no comprendo es por qué tú, viviendo en Madrid, trabajando como modelo publicitaria, ganando más que bien, quieres irte a un pueblo perdido de Salamanca para trabajar de institutriz en casa de los Robinson.
Marina resopló, visiblemente molesta.
Desplegó el periódico, volvió a doblarlo, lo estrujó entre los dedos y, al final, habló:
—Porque hay cosas que no te he contado.
Beatriz Machín, una mujer de poco más de cuarenta años, impecable, sofisticada, y con ese aplomo que dan los años bien vividos, gracias a Guillermo Lozano, el padre de la joven que tenía delante abrió la boca para decir algo… y se contuvo.
Marina aprovechó el silencio para acercarle el periódico.
—Mira —insistió—. Aquí lo pone bien claro: “Se busca mujer joven, culta y de buena presencia para el cuidado y educación de una niña de siete años. Imprescindibles referencias. Residencia familiar en Salamanca.” ¿Lo ves ahora?
—Eso lo entendí desde el principio —replicó Bea—. Lo que no entiendo eres tú. ¿No estabas trabajando? —se detuvo un instante y frunció el ceño—. A ver, Marina… ¿dónde has estado todo este tiempo? Te he buscado. Muchas veces. No me mires así, sabes perfectamente que fui amiga de tu madre. Y sabes que siempre estaré en deuda con ella. Pero desde que murió, desapareciste. Y ahora apareces aquí, de repente, pidiéndome una recomendación y un certificado laboral. ¿Qué se supone que debo pensar?
Marina se levantó de golpe.
Alta, delgada, con ese aire de seguridad que hacía que la gente la mirara dos veces. El cabello rojo caía suelto sobre los hombros, los ojos color miel brillaban con una mezcla de desafío y cansancio. Vestía con un estilo impecable, moderno y urbano.
—Si no quieres ayudarme…
—Eh, eh —Bea la sujetó del brazo y la obligó a sentarse—. No he dicho eso. Sabes que voy a ayudarte. Pero dime la verdad. ¿Por qué?
—Porque estoy cansada —soltó Marina—. Cansada de ser modelo.
Bea arqueó una ceja, incrédula.
—Eso no te lo crees ni tú.
—Tengo veintitrés años —replicó Marina, perdiendo la paciencia—. No voy a ser joven para siempre. En este mundo, cuando aparece la primera arruga, te sustituyen. ¿No es motivo suficiente para querer cambiar de vida?
Bea la observó con atención. Durante unos segundos no dijo nada. Luego sonrió, con una ternura que no ocultaba su escepticismo.
—No. No lo es. Eres preciosa y lo sabes. Y además… —ladeó la cabeza— ¿por qué no te casas?
Aquello era ir demasiado lejos.
Marina no había ido allí para hablar de su vida sentimental. Había ido porque necesitaba esa recomendación casi con desesperación. Si Bea exigía más explicaciones, prefería renunciar al empleo. Jamás entendería sus verdaderas razones.
Se levantó de nuevo, pero Bea volvió a hacerla sentar.
—Está bien, está bien —cedió—. Marina, siempre has sido igual: independiente, terca… Si lo que quieres es un trabajo, quédate aquí. De secretaria mía, de mi marido, de lo que quieras.
No era eso.
Trabajo ya tenía. Y muy bien pagado. Mucho mejor que el de institutriz. Pero no era el trabajo lo que estaba buscando.
—Te lo agradezco, Bea, de verdad —dijo con suavidad—. Pero quiero especializarme en educación infantil. Hablo dos idiomas, lo sabes. Español y francés. Cuando vi el anuncio, recordé que tú conocías bien a Mimsy Berger.
—Así es.
Por eso estaba allí.
Marina se pasó una mano por el pelo, incómoda.
—No recuerdo los detalles exactos —admitió—, pero sé que mi madre hablaba de ella. A través de ti.
—Mimsy nunca conoció a tu madre.
—Lo sé —asintió Marina—. Si la hubiera conocido, yo no estaría aquí. Me presentaría directamente como la hija de Laura Han. Pero mi madre sabía quién era Mimsy porque tú se lo contaste.
Bea suspiró.
—Eso es cierto.
Marina la miró fijamente.
—Entonces… ¿qué vas a hacer? ¿Me ayudarás o no?
—Primero vamos a merendar —dijo—. Y luego seguiremos hablando. Esto no es una decisión que deba tomarse con el estómago vacío.
Marina no sonrió.
Sabía que aquella conversación no había terminado.
Y que Salamanca no era solo un cambio de trabajo.
—¿Quién era? —preguntó George Robinson, bajando ligeramente el periódico digital em la tableta.
—Beatriz Machín.
—¿Bea? ¿La mujer de Tomas?—arqueó una ceja—. Hace siglos que no vienen por aquí.
—Eso mismo le he dicho yo. ¿Quieres más azúcar?
—No, gracias, cariño —apagó la pantalla y removió el café con la cucharilla—. ¿La has invitado a venir, Mimsy? Hace tiempo que no hablo con Tomas de negocios.
—Tomas sigue instalado en Benicasim, y ya sabes que Mar no se separa nunca de él.
—Entonces… ¿por qué te ha llamado?
Mimsy giró la taza entre los dedos antes de beber un sorbo.
—Me ha dejado inquieta. Solo me ha hablado del anuncio que publicamos ayer.
—¿Qué anuncio?
—El de la institutriz para Janet.
—Ah…
—Me ha pedido que no elija a nadie hasta que vuelva a llamarme. Dice que lo hará en una hora o dos.
—¿Y te ha explicado por qué?
—No. Eso es lo extraño. He intentado preguntarle, pero me ha dicho que tenía a alguien esperándola en el salón para merendar.