Maud estaba tumbada en la cama, con las piernas apoyadas en la pared, mientras Marina hacía la maleta con movimientos precisos, casi mecánicos.
—No lo entiendo —decía Maud, tan desconcertada como divertida—. Dejar un trabajo de modelo publicitaria para convertirte en profesora. Es… surrealista.
—Es mi vocación.
—¿Desde cuándo? —preguntó, ladeando la cabeza—. ¿Cuándo nació exactamente esa vocación?
Marina se volvió hacia ella con una blusa en la mano.
—¿Cuál de todas?
—La de enseñar, claro.
Marina dobló la prenda con calma y la guardó.
—Te pagaré la mitad del mes, Maud.
—No seas absurda. El dinero me importa bien poco —bufó—. Además, sé que puedes pagarlo. No te sobra, pero tampoco te falta. Oye… ¿qué le has dicho a Samuel?
—Que me iba. Nada más.
—¿Y te dejó ir así como así? —arqueó una ceja—. Porque el zorro ese estaba encantado contigo.
—Pues tendrá que acostumbrarse —respondió Marina sin emoción, cerrando la maleta y dejándola en el suelo—. Me llevo todo, Maud. Será mejor que busques a otra compañera.
Maud agitó un pie distraídamente, observando el brillo impecable de sus uñas. Vestía un pijama negro de lunares rojos, tan llamativo como su personalidad. Al cruzar una pierna sobre la otra, dejó al descubierto su piel cuidada, perfecta, de modelo profesional.
—De momento no buscaré a nadie —dijo riendo—. Prefiero la independencia. Además… tengo la sensación de que volverás.
Marina no respondió.
—No creo que te adaptes a la enseñanza —añadió Maud—. Oye, ¿a qué casa vas?
—No te lo diré.
—Pero quiero a verte.
—No.
Ni una palabra sobre Lex.
Ni sobre los Berger.
Ese nombre quedaría enterrado.
—¿Me estás escuchando, Marina?
—¿Qué decías?
—Que siempre has sido reservada… pero desde hace tres años lo eres mucho más.
Claro.
Desde él.
—Volverás —insistió Maud—. Lo sé.
—Puede.
—Si me gustaba vivir contigo era porque nunca te metías en la vida de los demás.
Cambió de postura y se quedó de lado, observándola con atención.
—Pero ahora ni siquiera me miras.
—Estoy escuchando.
Maud se levantó y empezó a rodearla, como si buscara una grieta por la que entrar.
—Eso es lo raro —dijo—. Hemos vivido juntas tanto tiempo… y sigues siendo casi una desconocida.
Marina cerró la maleta.
—Listo. Esta también.
—Te dejas pantalones en el armario.
—Dáselos a la portera.
—¡Están nuevos!
—He adelgazado. No los usaré. Además, no necesitaré tanta ropa.
Maud cruzó los brazos.
—O sea… que desapareces de mi vida.
—Puede ser.
—Ni siquiera me dices adónde vas.
—No.
—Y no piensas hacerlo.
—No.
Maud la observó con una sonrisa ladeada.
—¿Hay alguien, Marina? Porque hombres… no te he conocido muchos. Salvo aquel chico de hace tres años…
Marina se tensó.
—No hay nada de lo que imaginas.
—¿Y qué hubo con él?
Todo.
Todo lo que pudo destruirme.
—Te he hecho una pregunta.
Marina llevó las maletas hasta la puerta y colocó el bolso encima.
—Voy a llamar al portero.
—¿Te vas a hacer la sorda ahora?
—¿He dicho que fuera a responderte?
Maud golpeó el suelo con el pie.
—No es justo. Me voy sin conocerte.
—Hemos vivido bien juntas —dijo Marina con suavidad, marcando el número—. Respetándonos. No cambies ahora.
—¡Marina!
El portero respondió.
—Jack, ¿puede bajar el equipaje? Hay un taxi esperándome.
—Enseguida, señorita. ¿No piensa volver?
—Puede ser.
Cuando el portero salió, Maud se interpuso en su camino.
—Una cosa, Marina. Solo una.
Marie suspiró.
—Pregunta.
—¿Te has enamorado alguna vez?
Marina la miró fijamente.
Maud no sabía nada.
No podía saberlo.
—No —mintió con absoluta firmeza.
Le dio dos besos rápidos en la mejilla.
—Adiós, Maud.
Y salió sin mirar atrás.
Con su pasado bien guardado.
Y con el nombre de Lex resonándole, como siempre, demasiado dentro.
—Es una chica encantadora, Mimsy —comentó George, acomodándose en el mullido sillón del salón—. Y parece que incluso la caprichosa de Janet se entiende con ella sin esfuerzo.
A través del gran ventanal abierto, la luz del atardecer bañaba el parque de la mansión. Marina caminaba con paso elegante junto a Janet, quien la escuchaba con una atención casi reverencial, sus pequeñas manos cruzadas detrás de la espalda mientras giraba el rostro para sonreír tímidamente ante cada palabra de la institutriz.
—Desde luego —asintió Mimsy, apoyando el codo sobre la barandilla del balcón—. Tiene una clase natural, George. Tan fina, tan delicada… ¿Sabes en qué estoy pensando?
—No.
—En casarla.
George dio un respingo, como si la idea le hubiera atravesado de golpe, y se quedó rígido frente al ventanal. Afuera, la tarde caía con un cielo teñido de naranja y violeta, y el viento agitaba las ramas de los tilos del jardín.
—¿Casarla? ¿Te has vuelto loca? —su voz salió más baja de lo esperado, cargada de incredulidad.
—No exageres —replicó Mimsy, apoyándose en el marco de la ventana con una sonrisa ladeada que dejaba entrever su satisfacción—. Casarla, sí. Dime algo: ¿qué crees que siente Eduardo por ella?
George se apartó del ventanal y la miró con seriedad.
—¿Insinúas que Eduardo…? —empezó, pero la interrumpió el gesto firme de Mimsy.
—Insinuar, no —corrigió ella, con una seguridad que cortaba el aire—. Afirmar. Hay que ser ciego para no verlo. ¿Cuántas veces has visto a Eduardo aquí que no fuera por negocios o fiestas?
—Ahora que lo mencionas… casi nunca.
—Exacto. Desde que Marie llegó, hace ya dos meses, viene todos los días. Apenas una semana después de su llegada ya se habían cruzado… y ahí lo tienes.
—Valla… es verdad .