—Marina, ha llegado un circo a Salamanca. Dicen que es magnífico. Me gustaría llevarlas a usted y a Janet… esta misma tarde.
Eduardo siempre era así: atento, correcto, casi excesivamente bueno. Y, sin embargo, a Marina aquella amabilidad constante empezaba a resultarle asfixiante. Con él se aburría. No por falta de conversación, sino porque todo estaba dicho de antemano.
—Te lo agradezco mucho, Eduardo, pero…
Marina apretó el teléfono contra el oído.
Estaba sentada en la terraza con Mimsy, mientras observaba a Janet al otro lado del jardín, concentrada en su clase de tenis. El golpe seco de la pelota contra la raqueta marcaba el ritmo de la tarde, lenta, luminosa, engañosamente tranquila.
Desde allí veía perfectamente a la niña. Evidentemente, a Eduardo se le había olvidado —otra vez— que los viernes Janet tenía tenis hasta casi anochecer.
—Marina… ¿no quiere que vaya a buscarlas?
—Janet tiene tenis, Eduardo.
—¡Oh! —se apresuró a decir—. Es verdad, es viernes. Se me había olvidado.
—Lo siento.
—Usted hoy no está libre, ¿verdad?
—No. Ya sabe que mi día es el jueves. Ayer estuvimos en el centro con la niña. ¿Lo ha olvidado?
—Es que… usted… como siempre la lleva…
—Me encanta Janet —dijo Marina con suavidad—. ¿A usted no?
Eduardo no respondió de inmediato. Ella supo, sin necesidad de palabras, que no estaba conforme. Supo también —con una certeza incómoda— que, en cuanto encontrara el momento adecuado, Eduardo le declararía su amor. Y eso era precisamente lo que ella trataba de evitar.
Lo estimaba demasiado para hacerle daño. Pero sabía que, cuando llegara el momento, se lo haría. Porque tendría que rechazarlo.
—¿El domingo saldremos… juntos, Marina?
El tono de Eduardo era distinto. Más frágil. Más expuesto.
—Claro —respondió ella enseguida.
—¿Sin… Janet?
Marina buscó a toda prisa un pretexto. No le interesaba salir sola. Ni con Eduardo ni con nadie. Incluso si Eduardo no existiera, tampoco habría aceptado. No buscaba novio.
Lo que ella buscaba —o esperaba— estaba allí, dentro de aquella casa. Algún día.
Imaginaba la sorpresa. Sabía que tendría que ser dura.
Y si él decía algo… entonces sí. Entonces se marcharía para siempre.
Pero ¿y si no decía nada? ¿Y si callaba? ¿No tenía ella también algo que decir?
—Marina… no me ha contestado.
No quería pensar en Lex. Ni en la idea absurda de Mimsy. Quizá no ocurriría nunca.
—Marina…
—Si..
—Le preguntaba —la voz de Eduardo tembló apenas— si podríamos salir solos…
—Pues… no va a ser posible.
—¿No? Oh…
—Le he prometido a Janet llevarla al cine.
—Oh…
—Pero si quiere venir con nosotras, Ed…
—Claro. Claro.
El silencio que siguió fue revelador. Como si Eduardo añadiera sin decirlo: qué remedio me queda. Por usted, soportaría cualquier cosa.
—De acuerdo —añadió él finalmente, sin esperar respuesta—. Mañana las llevaré al cine y el domingo… al circo. ¿Le parece bien?
—Sí, Eduardo.
—Hasta mañana, entonces.
—Hasta mañana.
Marina colgó el teléfono y se quedó unos segundos inmóvil. Se sentía confusa. Y culpable.
Le estaba haciendo daño a Eduardo y no quería hacerlo.
Algún día tendría que decírselo con claridad: que no quería novio, que no perdía el tiempo con hombres porque sabía muy bien lo que quería… y lo que no.
Volvió a la terraza y se sentó frente a Mimsy.
—Era Eduardo —dijo, a modo de disculpa—. He tardado un poco.
Mimsy la observó con una sonrisa comprensiva, casi demasiado perspicaz.
—¿Le gusta Eduardo, Marina?
—Es un gran amigo.
—Eso se nota —respondió Mimsy—. Eduardo es amigo de todo el mundo… pero me parece que de usted, en especial.
—Le aseguro que no lo he notado.
—No importa, Marina. De todos modos, le diré algo —respondió Mimsy con una serenidad que no admitía réplica—. Si Eduardo le interesara, tanto mi marido como yo seríamos muy felices.
Marina alzó la mirada, sorprendida. La observó con atención, como si acabara de descubrir una grieta en una pared que hasta entonces le había parecido sólida.
—Le he dicho que no me interesa…
—El pobre Eduardo tiene muy mala suerte…
—¿Mala suerte? —repitió Marina, desconcertada.
—Sí. Verá, tengo un hermano. Ya se lo he mencionado, ¿verdad?
—Sí…
—Lex —continuó Mimsy—. Es un trotamundos. Incasable e insensato. Aparece por aquí de vez en cuando. A veces se queda dos días; otras, apenas unas horas. Depende de su humor… o de sus intereses.
Marina sintió una presión leve en el pecho.
—Pero hay algo curioso —prosiguió Mimsy—. Siempre que Eduardo tiene una amiga atractiva y a Lex le gusta… se queda más tiempo.
—Ah…
—Siempre acaba quitándole las novias al pobre Eduardo —dijo con una sonrisa resignada—. Siempre.
—Oh…
—Y cuando lo consigue… se va. Lex no es honesto con las mujeres. En todo lo demás, sí. Es digno, íntegro, incluso admirable. Pero con las mujeres… es una calamidad.
—Debe de ser doloroso —murmuró Marina.
—Lo es. Y me quedo corta, créame.
Marina lo sabía. Ella sabía más de Lex que su hermana y que nadie en aquella casa. Sabía cómo amaba. Cómo besaba. Cómo mentía con la misma naturalidad con la que sonreía...y cómo abandonaba sin mirar atrás.
Respiró hondo, con cuidado, procurando que Mimsy no notara nada. Mimsy estaba demasiado inmersa en sus propias reflexiones como para percibir el temblor que Marina reprimía con esfuerzo.
Tras un breve silencio, Mimsy suspiró.
—Me da una pena horrible Eduardo. Tan bueno… tan niño grande. Tan inocente. Tan sincero...
—Lo es —asintió Marina con rapidez—. Todo eso… y más.
No añadió que no le interesaba.
No esta vez.
Ignoraba los planes íntimos de Mimsy, pero nadie podía impedirle trazar los suyos propios.
Y los estaba trazando.