—Pero, Mimsy… querida mía —murmuró George, acercándose a ella—. Te estoy deseando, y tú no dejas de hablar de tus planes con Lex.
Mimsy se quedó en silencio.
Lo amaba.
De verdad.
Estaban solos en su dormitorio, el espacio más íntimo de la casa, donde las paredes guardaban secretos y la luz era siempre más cálida, más cómplice. George era un hombre apasionado y atento, capaz de leerla con una sola mirada, de hacerla estremecer sin necesidad de palabras.
Se acercó a ella despacio, como si quisiera darle tiempo a sentirlo. Le rodeó el cuello con un brazo y, con la otra mano, le acarició el rostro con una lentitud que la desarmó. Sus dedos eran firmes, seguros, conocedores del efecto que provocaban.
—Es que… —intentó decir ella, pero la voz se le apagó en los labios.
—Lo sé —susurró George—. Siempre lo sé. Pero ahora… —se inclinó, rozándole la boca— déjame amarte sin pensar en Lex. Sin su nombre. Sin Marina. Sin planes ni estrategias.
Sus labios apenas la tocaban, lo justo para prometer.
—Sí, George.
Él sonrió, satisfecho, y volvió a besarla con más intención, más presencia. Su voz se mezcló con el roce de sus labios.
—Después… —murmuró— me lo cuentas todo. Cada idea. Cada locura. Pero ahora…
—Ahora… —repitió ella, respirando hondo.
—Ahora eres mía.
—Sí… amor mío.
La casa había quedado en silencio, como si también contuviera la respiración. No se oían pasos, ni voces, ni relojes.
Solo los ventanales abiertos dejaban entrar el murmullo suave del jardín: hojas moviéndose, insectos nocturnos, el mundo exterior palpitando lento, lejano.
Fue después. Mucho después. Cuando el cuerpo se aquieta y la mente, por fin, se atreve a hablar...
George se relajó junto a su esposa, aún con la respiración acompasándose a la de ella, el calor compartido entre las sábanas y esa intimidad que solo existe cuando ya no hay prisa ni máscaras. Le apartó un mechón de pelo del rostro y se inclinó para susurrarle al oído:
—Ahora… cuéntame tu intriga.
Mimsy sonrió, con esa sonrisa suya que siempre anunciaba travesuras bien pensadas.
—¿Intriga?
—¿No lo es? —repuso él, divertido, recorriéndole el brazo con los dedos, distraído pero atento.
—¡Tonto!
—Vamos, preciosa… —insistió George—. Cuéntame tus planes.
Ella se acomodó mejor contra su pecho, como si el contacto la ayudara a ordenar las ideas.
—Ha caído en la trampa.
—¿Quién?
—Marina.
George soltó una breve risa, incrédula.
—Pobre Marina. No será capaz de cazar a Lex.
—Es que ella no sabe —respondió Mimsy con calma— que lo que yo quiero es que se case con Lex.
George alzó ligeramente la cabeza para mirarla, sorprendido.
—¿Y cómo te las vas a arreglar para eso? Lex tiene un gancho especial con las mujeres.
—Precisamente por eso —dijo ella—. Sin que Marina se de cuenta, la he prevenido. Y es demasiado inteligente para permitir que mi hermano humille a Eduardo.
—Pero… ¿y si Marina no se enamora de Lex?
—Se enamorará.
—Mimsy… —George frunció el ceño— ¿quieres explicarte?
Ella apoyó la barbilla en su pecho, segura de sí misma.
—Es muy sencillo. Marina, sin notarlo, va a desdeñar a Lex. Aprecia a Eduardo. No lo ama, pero lo aprecia de verdad.
—¡El pobre Eduardo! —murmuró George.
—No es culpa nuestra que sea tan tímido.
—Cierto… —admitió él—. Pero es cruel convertirlo en caballito blanco.
—Mira, George, amor mío…
—No me hables así —la interrumpió, sonriendo—, porque entonces no terminas nunca de contarme tus planes.
—Sigo —dijo ella, sin perder el hilo.
—Pues sigue.
Mimsy se incorporó un poco, apoyándose en un codo.
—Marina no es una chica corriente. No es vulgar ni insensata. Le sobra inteligencia, sensatez… y, si me apuras, incluso madurez. Aprecia a Eduardo, lo sé, lo observo, pero no lo ama. Entonces llega Lex, ve que Eduardo se lo pasa bien con la institutriz… y entra en juego la envidia. Intenta quitársela.
George escuchaba con atención.
—¿Consecuencia? —continuó ella—. Que no se encuentra con una muchacha débil, ni con una caza fortunas. Se encuentra con una mujer hecha y derecha. Justo la mujer que Lex necesita.
—Cuando tu hermano se dé cuenta de eso… huirá.
—No. No lo hará.
—¿Estás segura?
—Completamente. Marina sabe que Lex no es hombre de confianza, y está protegida. ¿Qué ocurre entonces? El rechazo. Lo inesperado. El desafío.
—¿Y qué?
—Que cuanto más lo rechace —sin darse cuenta— más interés despertará en él. Y un día, cansado de luchar… se enamorará.
George dejó escapar una carcajada suave.
—Eso suponiendo que Marina quiera.
—Querrá.
—Ya salió la hermosa vanidosa…
—No me dirás que Lex, en plan formal, es despreciable.
—¿Y cuándo va tu hermano en plan formal?
—Esta vez —aseguró Mimsy—. Esta vez sí.
—Y el pobre Eduardo.
Mimsy, entusiasmada, se inclinó y estampó un beso lento en los labios de su marido.
—Lo siento, cariño, pero entre Eduardo y mi hermano, Lex va primero. Y esta Marina me gusta. Me gusta para Lex. Es la única mujer capaz de retenerlo. Y si no… ya lo verás.
George suspiró.
—Lex me dijo que llega de paso. Que nos da un beso y sigue su viaje. ¡Ja!
—Y lo seguirá —dijo él.
—No. Yo me encargaré de que no.
—Mimsy…
—Ahora que lo sabes todo, amor mío —susurró—, puedes seguir haciéndome el amor.
—Qué egoísta eres…
—¡Y cuánto te quiero!
—Mimsy…
Ella se apretó contra él, le rodeó el cuello con los brazos y le dijo algo al oído que solo George escuchó. Fue suficiente para borrar cualquier objeción.
—Marina… no tengo sueño.
La voz de Janet llegó suave, desde la cama, envuelta en la penumbra del dormitorio infantil. La lámpara dejaba un halo cálido sobre las paredes claras, y el resto de la casa dormía en un silencio casi solemne.