Una plácida calma llenaba el ambiente habitualmente bullicioso e inquieto. Todo el bosque parecía haber acordado no mover ni un centímetro de su extensión más de lo necesario. Las hojas apenas eran mecidas por el viento, como si este las acariciara de forma insegura, con temor a molestarlas. Las nubes habían abandonado al cielo, y este resplandecía por el sol. Los rayos atravesaban el estanque creando ilusiones y arcoíris, y, de alguna forma aquello tranquilizaba a Aledis, que no encontraba sosiego en su existencia eterna.
El día era perfecto para saborear la libertad, pero Aledis no era libre y eso estaba consumiendo su alma en una agonía que sería infinita, debido a su cuerpo inmortal. Nada nunca había sido como su madre le había hecho creer, ella decía que con los años aquella tristeza que la embargaba cada noche menguaría. Que se acostumbraría a permanecer oculta por la cortina de agua del estanque y que las ansias de un cuerpo humano acabarían por perderse en su mente, como las ilusiones de un niño que anhela convertirse en adulto porque no sabe lo que es.
Pero eso no había ocurrido. Al contrario, cada vez que un humano se acercaba a ver su reflejo en el agua, como en aquellos días, ella se les quedaba mirando con envidia, celos y una profunda fascinación. Eran seres hermosos, tan parecidos y a la vez tan diferentes. Como si un artista se tomase el tiempo de moldear a cada uno, y a pesar de usar las mismas plantillas, decidiera decorarlos de forma única. Aledis era exactamente igual a sus hermanas, a sus vecinas y a todos los habitantes del estanque. Constantemente se preguntaba qué forma tendría de ser humana, de qué color sería su cabello, sus ojos, cómo se vería su boca, su cuerpo... todo, ella deseaba saberlo todo. En cambio, debía conformarse con aquel cuerpo pálido y sin forma, aquella apariencia de cadáver andante que odiaba.
Los Acquas, eran los guardianes de las aguas dulces, vivían en los estanques, los ríos y quebradas, resguardando a las criaturas que los habitaban, observando la superficie, vigilando. Eran invisibles en la medida que desearan serlo, de todos modos los humanos jamás veían más allá de sus reflejos en el agua, como las criaturas egocéntricas que eran. Un Acqua jamás salía a la superficie, se conformaba con los rayos del sol que bañaban el cuerpo de agua que habitase, ese era su único consuelo, su única luz. Y Aledis no lo soportaba.
—Desearía poder correr, saltar, sentir la tierra bajo mis pies —le decía a su madre cada vez que tenía la oportunidad.
—¡Estás loca! —Entonces exclamaba ella de vuelta—, no deberías desear algo que jamás podrás tener. Debes aceptar el destino que te ha tocado y vivir con ello.
La respuesta siempre sacaba el aire de sus pulmones, como un globo desinflándose. Pero no la cuestionaba, ni siquiera la contradecía. ¿Qué más daba? Su madre jamás lo entendería. Resignarse no era una opción, había mucho más allá afuera y ella quería verlo, sentirlo, escucharlo... Quería correr, saltar, incluso volar. Pero no tenía alas, pies o... ideas realistas en su cabeza.
Y desde luego, los días perfectos como este no ayudaban en lo absoluto.
Unos pasos interrumpieron los pensamientos autocompasivos que se formaban en su mente. Un humano se acercaba de nuevo. Llegaban hasta allí para disfrutar de la calma, pero jamás se metían al agua, corrían los rumores de que cosas extrañas pasaban allí, cosas sobrenaturales y aterradoras que ninguno se atrevía a descubrir por sí mismo.
—Si tan sólo lo supieran, —pensaba Aledis—, los humanos son demasiado impresionables, temerosos y tontos.
Se preparó para ver el rostro del extraño reflejarse en el agua, preguntándose cómo sería. Y, cuando sus ojos se encontraron, le pareció que jamás había visto unos tan bonitos como aquellos. Grises, del color del cielo tormentoso, viéndola fijamente sin saberlo. Se quedó observando por largo tiempo aquellas facciones angulosas pero a la vez delicadas, hasta que el chico se apartó y lanzó algunas rocas para que saltaran en el agua. Aledis nunca había visto un humano tan atractivo como aquel, podría haber sido su adorable mirada de niño, la curva elegante de su cuello, la dura línea de su mandíbula, no estaba segura, pero era hermoso y se encontró a sí misma deseando contemplarlo un poco más.
La curiosidad que sintió en ese momento la empujó a desear hacer una locura por la que su madre probablemente enfurecería. Estaba a punto de sacar su mano del agua, por primera vez. Quería que el extraño supiese que estaba allí, que lo había visto, que sus miradas se habían conectado, pero era más que eso. Quería sentir el sol directamente sobre su piel, sentir la brisa cálida del viento. Tal vez el extraño no era más que una excusa, pero tampoco se detendría a pensar en ello.
Sin embargo, cuando estuvo a punto de hacerlo, escuchó más voces.
—¡Thiago! —gritó alguien. Un niño—, ven pronto, papá te llama.
El extraño volteó con una sonrisa. Un gesto tan común que a Aledis se le antojó adorable. Tenía esa rara mezcla de facciones aniñadas y duras, pasaba de lucir como un niño a parecer un hombre con diferentes gestos. Era una locura.