La leyenda de Khari y Huriacocha

El castigo de la creación

La Tierra era una roca árida y vacía cuando los primeros seres vivos, diminutos e inconscientes de sí mismos, comenzaron a surgir. Incapaces de encontrar una forma de sobrevivir, estos seres nacían y se extinguía en un suspiro. Durante miles de años, la vida intentó desarrollarse, sin éxito, en mitad de la roca y la arena. Fue entonces cuando Huiracocha, el dios creador, se apiado de la tragedia a la que estaba condenada la vida en la Tierra. Descendió de los cielos rodeado de un halo de luz tan brillante que cegaba incluso al sol. Vestía una túnica blanca sin mangas y sus hombros estaban cubiertos por un manto rojo. En su mano derecha sostenía una vara de oro con incrustaciones de piedras preciosas. Cuando sus pies tocaron el suelo, las piedras se abrieron y de ellas emergió un líquido transparente y cristalino al que el propio dios llamó el néctar de vida. La sustancia inundó el lugar, dando nacimiento al lago Titicaca, la primera gran masa de agua sobre la Tierra. Entonces Huiracocha golpeó la superficie del lago con su vara y al instante el agua se elevó a los cielos. Así se formaron las primeras nubes, que se extendieron por todo el planeta hasta cubrirlo por completo. Durante mil días y mil noches llovió sin descanso en toda la Tierra. El agua se adueñó de las simas, convirtiéndolas en lagos, ríos y océanos. El dios Huiracocha, complacido con su obra, ascendió nuevamente a los cielos, desde donde contempló el nacimiento de nueva vida.

Con la Tierra cubierta de agua, los diminutos seres vivos gozaron de vidas más largas, se reprodujeron en gran medida y evolucionaron para adaptarse a los distintos climas. En tan solo unos miles de años el planeta se cubrió de campos, bosques y selvas donde habitaban toda clase de especies. Algunas se movían bajo el agua, otras surcaban los cielos y gran parte de ellas caminaba sobre la superficie. De estos últimos surgió el hombre, un ser consciente, con la capacidad de modificar el entorno para su beneficio. Con sus habilidades sin parangón aprovechó los recursos de la naturaleza al máximo. Formó sociedades y edificó ciudades. El hombre se sentó en la cima del mundo y se coronó a sí mismo como el rey de las bestias. Al ver todo lo que había logrado, el hombre se sintió poderoso e invencible. Fue entonces cuando desarrolló placeres banales y devoró la naturaleza para saciarlos.

Huiracocha vio como el hombre asolaba su creación, extinguiendo ecosistemas y especies sin remordimiento alguno. El dios creador se sintió afligido y decidió actuar para cambiar el destino de la Tierra y los seres que habitaban en esta. Huiracocha tomó toda el agua y con ella dio forma a un torbellino tan inmenso que atravesaba el cielo. Después tomó a la mayoría de animales y plantas y los depositó en el interior del coloso de agua. Ahí dentro, lejos del apetito voraz del hombre, podrían vivir en paz. La mitad de la Tierra quedó completamente seca, mientras que la otra quedó cubierta por la feroz corriente. Sin mares, ríos ni océanos, el hombre intentó tomar agua del torbellino, pero la fuerza de este, sumado a la tormenta que lo rodeaba, volvía inútil todo intento de acercarse. Impotente ante la fuerza de la naturaleza, el hombre cayó en la miseria. Sin agua en los andenes, los cultivos se marchitaron. Los animales domésticos murieron de sed, y los que sobrevivieron se volvieron salvajes. Sin agua para el aseo las enfermedades proliferaron. Lo único que mantenía viva la especie eran las nubes de lluvia que a veces escapaban del torbellino. Pero en su necedad, el hombre inició guerras para adueñarse de la poca agua que caía del cielo. Todas estas cosas nos llevaron al borde de la extinción. Esa es la historia hasta nuestros días, en los que, con un monstruo de agua a un lado y una eterna sequía del otro, todavía luchamos por sobrevivir.




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