Recuerdo que era un niño de diez años la primera vez que mi hermana me contó la historia de cómo el dios Huiracocha había castigado a los hombres por destruir la naturaleza. Cuando no teníamos que comer, Tintaya me contaba una historia para distraerme del hambre. En esa ocasión estábamos fuera de nuestra casa. Yo estaba sentado sobre los escalones de la entrada y Tintaya estaba de pie frente a mi, sosteniendo unos telares en los que se ilustraba la historia de los hombres y Huiracocha. Habíamos pasado todo el día buscando alimento. Hasta que en el ocaso, con las manos vacías, volvimos a casa. A mi hermana le preocupaba que yo no comiera. Pero eso a mi no me importaba, las historias que ella me contaba eran todo lo que necesitaba para disfrutar mis noches. Sin embargo, ese día no me sentí muy a gusto. Tintaya siempre me contaba historias sobre héroes que superaban todas las adversidades para lograr sus objetivos, así que estaba acostumbrado a que las cosas terminaran bien. Pero esta vez nadie había hecho nada por solucionar el problema. Eso me molestó.
—Esa historia no tiene un final feliz Tintaya — me quejé a viva voz.
Mi hermana sonrió, dejó en el suelo los telares y se arrodilló frente a mi.
—De hecho Khari, esta historia todavía no termina. —Me confesó en un susurro—. Se dice que el dios Huiracocha permanece al otro lado del torbellino.
—¿Al otro lado?
Tintaya se acercó un poco más. Sus ojos brillaban como lo hacen las estrellas en una noche sin luna.
—Si.— dijo bajando todavía más la voz—. Huiracocha está esperando a un héroe que le demuestre que la humanidad puede cambiar. Entonces devolverá el agua a los ríos, mares y océanos para que todo vuelva a ser como antes.
—¡¿En serio?! —grité—. ¿Y cuándo aparecerá ese héroe?
Tintaya se sobresaltó, dejando escapar un grito y perdiendo un poco el equilibrio.
—No grites así Khari, vas a asustar a los vecinos. —aseveró tras recomponerse.
—¿Cuándo aparecerá? —susurre.
Tintaya puso una mano sobre mi hombro. Los cayos en sus dedos me raspaban la piel, pero también podía sentir la calidez de una caricia venida de quien te ama.
—Vendrá pronto. —aseveró—. Cuando menos pienses todos los canales que recorren el pueblo estarán llenos de agua. Ya lo verás hermanito, un día de estos todo volverá a ser como en la época de los padres de nuestros padres.
Pero ese héroe nunca llegó.
...
Siete años después mi hermana falleció víctima de una ola de calor y la deshidratación. Murió a los veintiséis años, la edad promedio en la que mueren las personas. Para ese entonces en el pueblo éramos menos de veinte habitantes. La mayoría había fallecido víctima de la sed o en una de las tantas batallas por arrebatarles el agua a otros pueblos. Los que quedábamos con vida éramos hijos o hermanos pequeños que habíamos sido protegidos por nuestras familias. Pero ahora era nuestro turno de valernos por nosotros mismos, por lo que también moriríamos en unos pocos años. Por ese entonces llegó un chasqui con un mensaje del Inca Cápac Roca. Todo varón mayor de doce años debía enlistarse en el ejército del imperio, el cual se preparaba para atacar un reino vecino en el que se decía que había llovido durante diez días y diez noches. Se reclutaban soldados tan jóvenes porque con los pocos varones adultos no alcanzaría para conformar un ejército. Yo tenía diecisiete años, así que me enlisté.
La batalla contra las tropas enemigas duró dos días completos. Durante las primeras horas los gritos y la sangre inundaron el campo de batalla. Mis compañeros eran apedreados por hondas y empalados por lanzas mientras yo usaba mi mazo para reventar los cráneos de mis enemigos. Como ningún bando tenía provisiones, descansar durante la noche se consideraba inútil. Al segundo día, la batalla se había convertido en una prueba de resistencia. Los vencedores serían quienes tuvieran la voluntad suficiente para seguir en pie y blandir sus armas. Poco antes del amanecer del tercer día cayó el último de nuestros oponentes. Ni siquiera me quedaban fuerzas para celebrar la victoria, todo lo que quería era comer y descansar. El Inca Cápac Roca y su guardia personal, que habían contemplado la batalla desde una colina cercana, se acercaron a felicitar a quienes sobrevivimos. Después nos dijeron que nos preparáramos para el banquete. Entonces comprendí la razón por la que los ejércitos no llevaban provisiones: dada la escasez de alimento en toda la tierra, no podíamos desperdiciar la carne de nuestros enemigos. Así pues, durante el tercer día descansamos y devoramos a nuestras víctimas. Cuando me entregaron mi ración de carne sentí náuseas, pero tras el primer bocado mi hambre pudo más y me zampé toda la comida. A la mañana del cuarto día llegamos a la ciudad vecina— Ahí la tierra todavía estaba mojada por las lluvias, las vasijas estaban colmadas de agua y los habitantes, que eran casi en su totalidad mujeres y niñas, tenían sus cuerpos limpios. Nosotros en cambio, apestábamos y teníamos la piel cubierta de sangre seca. Cuando nos vieron llegar la algarabía del lugar se extinguió. El terror en el rostro de la gente oprimía mi corazón mientras la visión del agua me hacía sentir como si mi lengua nunca hubiera probado una sola gota del líquido. Entonces el Inca Cápac Roca se adelantó y alzando la voz pronunció estas palabras: