La leyenda de Khari y Huriacocha

En los confines de la Tierra

Tras volver al imperio con el agua arrebatada a nuestros enemigos, el Inca Cápac Roca nos dio a cada uno de sus soldados un aríbalo con tres litros de agua y nos envió de regreso a nuestros hogares. Pero yo había decidido no volver. Hice trueques con la gente de la ciudad para conseguir comida y hierbas medicinales. Las puse en un atado que colgué sobre mis hombros, tomé mis armas y emprendí mi viaje hacia el coloso de agua.

Viajé a través de cementerios de árboles, donde las aves buscaban alimento. Varias veces se lanzaron en picado contra mi, forzándome a huir para salvar mi vida. Escale montañas que desgarraron mi cuerpo hasta convertirlo en un amasijo de llagas. Atravesé estepas y cauces de ríos en los que estuve a punto de morir deshidratado. Con piernas trémulas y un cuerpo movido por la inercia, conseguí llegar a los pies del torbellino. El lugar donde habitan las tormentas, el último tramo del camino hasta Huiracocha. Mi visión se había tornado borrosa y llena de puntos de colores. Cada bocanada se sentía como un cuchillo en mi garganta. El aire que entraba a mis pulmones golpeaba como una comba mi pecho. El estruendo de los rayos taladraba mi cabeza.  Pero la llama de mi voluntad seguía ardiendo, y eso era más que suficiente para continuar.

Un paso tras otro me adentré en lo profundo de la tormenta. A medida que avanzaba el sonido de los truenos se perdía entre el rugir del torrente. El viento soplaba furioso, como si supiera que debía impedir el paso a cualquiera. Cada ráfaga parecía arremeter con intención de arrancarme la piel. Las gotas de lluvia reventaban contra mi espalda cual piedra arrojada con honda. Caí de bruces contra las rocas húmedas varias veces y me levanté otras tantas. Aun cuando ya no pude levantarme, me arrastré hasta dejar atrás cielo y tierra. Las faldas del torbellino parecían ser la puerta de entrada a otro mundo, uno donde todo lo que había era agua.

—¡Huiracocha! –grite con las fuerzas que me quedaban—. ¡Aparece Huiracocha! ¡Devuélvenos el agua!

Grité hasta desgarrar mi garganta, pero el dios creador no apareció. Entonces mis heridas dejaron de doler y mis músculos dejaron de luchar. El mundo acuático se cubrió de oscuridad. Ya no sentía el agua a mi alrededor y tampoco escuchaba su rugido. Todo lo que había era un susurro, como si desde lejos alguien estuviera llamándome.

—Khari. –dijo una voz tan suave como el aleteo de una mariposa.

Incapaz de sentir mi cuerpo, no pude responder.

¿Por qué estás aquí mi pequeño Khari? –preguntó con dulzura.

—Vine a recuperar el agua. –pensé. Las palabras solo cruzaron mi mente, pero de alguna forma supe que habían llegado a su destino.

—Mira tu cuerpo Khari ¿Por qué tienes tantos golpes y heridas?

—Porque vine hasta aquí a recuperar el agua. – repetí en mi cabeza.

 

Apenas hube terminado de dar forma a la idea en mi cabeza, sentí que estaba recostado sobre una superficie seca y rugosa. Mis músculos volvieron a tensarse y el dolor regresó con la fuerza de un ariete. Abrí la boca y tomé una bocanada de aire que revivió mis marchitos pulmones.

—Levántate Khari. –ordenó una voz distinta. Esta sonaba áspera y desagradable.

Con esfuerzo abrí los ojos y mire alrededor. Estaba en un lugar oscuro, una especie de caverna donde apenas había luz y sin embargo, como si fuera magia, el agua seguía fluyendo alrededor. Era como si una fuerza superior a la naturaleza hubiera creado un espacio donde nada podía entrar.

—Ponte de pie Khari. –insistió la voz.

 

Mi cuerpo temblaba y sentía un dolor ardiente de pies a cabeza. Parecía que mis piernas iban a partirse en cualquier momento, pero conseguí mantenerme erguido. Fue entonces cuando lo vi. Frente a mi se encontraba una criatura, un ser de más de tres metros de altura. Su cuerpo estaba cubierto por una armadura de oro, dejando a la vista solo los cuernos, cola y patas idénticos a los de una cabra. Tenía manos como las de un hombre, pero con garras tan grandes y afiladas como los colmillos que sobresalían por debajo de su máscara de oro. A pesar de su forma, la criatura estaba de pie como un humano y de sus hombros colgaba una capa azul que llegaba hasta el piso. 

—Su—supay. –balbucee.

—¿Por qué deseas tanto el agua? –inquirió Supay. Sus ojos, tan profundos y siniestros como el abismo, se posaron sobre mi. Quedé petrificado, como si diez puntas de lanza hubieran rodeado mi garganta.

La bestia avanzó hacia mi. Cada pisada suya trituraba las rocas bajo sus pies.

—¿Por qué deseas tanto el agua? –repitió cuando su cabeza estuvo justo sobre la mia.




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